Que los superhéroes se han convertido en el género cinematográfico por antonomasia en esta última década es incuestionable. Hasta la llegada de la pandemia, el volumen de adaptaciones del cómic había ido creciendo de manera desorbitada y, junto al apartado de acción y efectos especiales, uno de los elementos que más se ha querido desarrollar en estas historias es el humor (especialmente cuando hablamos de Marvel, aunque también fue una de las principales desavenencias entre Warner y Zack Snyder en La Liga de la Justicia”). Cuando algo alcanza tal nivel de éxito, es sano y natural que surjan las parodias, que reevalúen los recursos sobreexplotados y, no sólo nos hagan pasar un buen rato, sino, en los mejores casos, lleguen incluso a provocar un cambio de paradigma dentro del género del que se ríen. El Jovencito Frankenstein lo logró, Aterriza como Puedas lo logró, El Último Gran Héroe lo logró; Patrulla Trueno, no.

Pensada para servir de vehículo de lucimiento para sus dos actrices protagonistas, Melissa McCarthy y Octavia Spencer, grandes amigas en la vida real y que estaban deseando trabajar juntas, la película se basa en la idea de subvertir el baremo del tipo de actor necesario para interpretar a un superhéroe.

Mientras Chris Hemsworth se queja de que tener un físico escultural le ha restado prestigio como actor, McCarthy y Spencer se presentan aquí como dos actrices que sobrepasan el marco de edad establecido por Hollywood y cuyo físico difiere con el de Scarlett Johansson o Gal Gadot. Esa es la mejor propuesta de la película, que, lamentablemente, queda reducida a eso, una propuesta.

El guion de la película resulta tan simplón, tan chabacano, tan carente de ingenio, que, lejos de divertir a su público, aburre hasta a las ovejas.

McCarthy, más experimentada en estas lides (o quizás porque el director es su marido, Ben Falcone), intenta salvar los muebles, mientas que Spencer tiene que lidiar con un personaje absolutamente gris, antipático y sin gracia.

Aún así, lo poco que logra levantar algo la película es la gratificante presencia de Jason Bateman, auténtico robaescenas de la cinta.

En el otro lado de la balanza, la película desaprovecha por completo la presencia de actores como Melissa Leo, Bobby Cannavale o Pom Klementieff.

La labor de Falcone tras la cámara es insulsa y rutinaria y el apartado de efectos, tanto físicos como digitales, tampoco es especialmente destacable.

En resumen, otro peso muerto para el catálogo de Netflix, que contará con sus cinco minutos de fama (esperemos que no lo suficiente como para generar una segunda parte) mientras el algoritmo le de una presencia destacada en la plataforma y que después quedará orbitando en el espacio virtual como basura residual, al lado de nimiedades como Proyecto Power o A Descubierto.