Las instituciones mentales han sido fuente de inspiración para el cine y la literatura. La percepción de la realidad por parte de un enfermo mental ha servido para tratar la separación entre lo real y lo imaginado, y también lo difuminada que la separación entre ambos puede llegar a resultar.
En cine, nos adentramos por primera vez dentro de las paredes de una institución mental allá por 1920 con El Gabinete del Doctor Caligari, donde la veracidad de todo el relato quedaba sometida a la voz narrativa de su protagonista, del que descubrimos que es un interno de una institución mental. El interior de estos hospitales ha inspirado también películas como Recuerda, Corredor sin Retorno, Alguien Voló sobre el Nido de Cuco o Shutter Island, todas películas muy diferentes entre sí, pero que mantienen ese componente ambiguo sobre la verdadera naturaleza de la historia que narran y lo reinterpretable de la realidad dependiendo de la mirada del narrador.
Algunas de estas historias han servido para denunciar también lo inhumano de algunos de los tratamientos y el comportamiento de médicos y enfermeros hacia personas enfermas. Si Ken Kesey, autor de Alguien Voló sobre el Nido de Cuco, creó la historia a partir de sus experiencias trabajando en un centro psiquiátrico, Torcuato Luca de Tena, el escritor de Los Renglones Torcidos de Dios, se internó voluntariamente en un hospital durante 18 días para documentarse para la novela.
Al igual que la obra de Kesey estaba marcada por el espíritu de la época (años 60 en Estados Unidos, con el valor contestatario de la ápoca, además la cultura del consumo de drogas), la novela de Luca de Tena refleja ese momento de transición en nuestro país, una época donde todavía las estructuras franquistas estaban muy arraigadas en nuestra sociedad.
En Los Renglones Torcidos de Dios, al igual que en Corredor sin Retorno, la protagonista se interna en una institución mental con el fin de investigar un caso de asesinato, y al igual que Shutter Island, la propia salud mental de la investigadora es puesta en duda a medida que el caso avanza.
Para la adaptación llevada a cabo por Oriol Paulo de la novela, con guion del director junto a Guillem Clua, se ha mantenido principalmente la estructura de thriller, con innumerables giros de trama, a través de los cuales el espectador se replantea continuamente la verdadera naturaleza de los personajes. Se ha aliviado algunas líneas argumentales secundarias, se ha suavizado la representación de la aún patente herencia franquista en la novela y se ha intensificado una mirada hitchcoriana a la hora de narrar la historia.
El gran centro de la película es Barbara Lennie, maravillosa actriz que desarrolla aquí una gran interpretación, llena de matices que van más allá de la ambigüedad necesaria para mantener al espectador en la intriga sobre la verdadera naturaleza de Alice Gould. Lennie aporta una gran humanidad a su personaje, al mismo tiempo que la caracterización la emparenta con un perfil clásico de personajes, una fusión entre la figura del detective y la femme fatale del cine negro tradicional.
Eduard Fernández construye a su vez un antagonista antológico, un médico frío y arrogante, de métodos cuestionables, más allá de que puedan o no responder a una realidad. Existe una frialdad intrínseca en ambos personajes que hace que sea difícil descubrir los misterios que se ocultan bajo su psicología. La cinta cuenta también con un excelente casting y caracterización de personajes secundarios, algunos con escaso tiempo en pantalla, pero que a través de los actores y la caracterización adquieren peso en pantalla, destacando especialmente el trabajo de Loreto Mauleón, Javier Beltrán, Pablo Derqui o Samuel Soler.
La puesta en escena de Oriol Paulo es tremendamente clásica, de nuevo con Hitchcock como referente fundamental a la hora de usar la cámara como un elemento ambiguo, de engaño al espectador. El gusto por subrayar a través de la planificación los traumas psicológicos de sus personajes sirve de fuente de inspiración a Paulo, quien muchas veces desarrolla más la psicología de sus personajes a través de la imagen que con farragosos diálogos explicativos.
La fotografía de Bernat Bosch y la música de Fernando Velázquez son ingredientes fundamentales para que la película navegue con seguridad por ese terreno ambiguo entre el cine de género clásico y una perspectiva postmoderna.
En su contra, consideramos que la peli adolece de un exceso de metraje, ese elefantismo que es una de las trabas del cine actual donde la capacidad de síntesis es cada vez menos frecuente. Los 155 minutos de película, donde desde el primer momento se pretende mantener la intensidad y la sensación de amenaza sobre el espectador, jugando con las perspectivas de los personajes y los saltos temporales, acaban resultado agotadores, provocando que el clímax final, con su encadenado de revelaciones, resulte ya excesivo y hasta cargante.
En nuestra opinión, es una lástima que no se haya cuidado también este elemento, ya que Los Renglones Torcidos de Dios nos parece un ejemplo de producción ambiciosa, cuidada y bien promocionada en nuestro cine. En este sentido, un ejemplo a seguir y una prueba de que en España se hace muy buen cine de género y comercial, sin perder de vista el buen uso de la materia prima.