Crítica: UN LUGAR TRANQUILO. La ley del silencio

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Un presupuesto escueto, pocos actores, un espacio reducido y el reto de prescindir lo máximo posible de los diálogos conforman la propuesta que nos hace John Krasinski en su tercer largometraje como director y el primero en el que se desmarca del tono de comedia.

Un Lugar Tranquilo se presenta como un ejercicio de estilo, jugando con las claves del suspense y el terror, pero de la mano de Krasinski logra ir más lejos. No es un mero cul-de-sac, con los personajes atrapados frente al ataque de monstruos alienígenas, sino que a través del guion y la labor de puesta en escena consigue trascender la excusa argumental y se saca de la manga una sentida película sobre la pérdida y el sentimiento de culpa. La puesta en escena de Krasinski es modélica: Sencilla, austera, minuciosa y jugando precisamente con la dualidad entre quietud y el desasosiego.

Un lugar Tranquilo

La dirección de fotografía es espectacular y el trabajo de los actores es notable, especialmente la labor de Emily Blunt, quien logra hacer creíble incluso los momentos potencialmente más inverosímiles. Sin embargo, donde la cinta alcanza niveles de maestría es en el uso del sonido y la música. Ante la economía de diálogos, la narración pasa a depender mucho de estos componentes, que conducen a la perfección la atención del espectador.

Un Lugar Tranquilo deja patente que una producción cinematográfica puede ser modesta, pero no por ello falta de ambiciones. La etiqueta de obra maestra o clásico instantáneo que se le ha adjudicado por ahí nos parece excesiva, pero la película tampoco requiere, ni aspira a serlo. Su intención no es revolucionar el género, sino aportar una película honesta y entretenida a su público, y lo logra de manera holgada.