Basada en la primera entrega de la saga literaria escrita por Steven Alten, Megalodón se vende, sin ningún tipo de vergüenza, como un cruce entre Tiburón y Parque Jurásico, tomando elementos más de la primera que de la segunda, aunque también podemos atribuirle algún atisbo de Abyss.

Desgraciadamente, estamos hablando de referentes que le quedan muy grandes al título que aquí nos ocupa. El problema no está en lo inverosímil de su trama y de algunas de sus secuencias. A estas alturas de la historia del cine la suspensión de incredulidad del espectador está más que afinada.

El protagonismo de Jason Statham tampoco es un inconveniente. El “Transporter” original es un actor de registros muy limitados, pero cuenta con presencia y carisma suficientes como para protagonizar una producción de este calibre.

Que la cinta esté repleta de personajes carentes de peso en la trama, incluso algunos a los que se les augura cierto protagonismo y que finalmente acaban diluyéndose y desapareciendo sin mayor explicación, tampoco resulta del todo molesto. Que para alcanzar a un público más amplio se haya eliminado todo el componente gore del montaje puede ser perdonable. No nos podemos quejar de abuso de los efectos digitales. Curiosamente, frente al abanico de posibilidades que la tecnología infográfica abría para mostrar a la criatura, se ha optado por mantener cierta línea de suspense heredera del Tiburón original de Steven Spielberg de 1975. Esto, a todas luces, nos ha parecido lo más positivo de la película. No, el principal escollo que lastra las posibilidades de Megalodón se llama Jon Turteltaub, un realizador plano y sin personalidad, incapaz de aportar pulso narrativo a la película y que convierte a cualquier producción que se ponga en sus manos en una nadería olvidable y sin gracia.

Póster 'Megalodón'.
Póster ‘Megalodón’.