Jason Blum ha demostrado ser un productor inteligente y que sabe sumarse al panorama social para ofrecer películas que beban del fluir del momento. Desgraciadamente, salvo honrosas excepciones, también comete los errores del productor apresurado por sacar una película en una ventana corta de producción.

Jóvenes y Brujas. El Legado es un ejemplo de las dos cosas. Esta reboot/ secuela de la cinta de 1996 sabe recoger el testigo de la original, reciclar la trama y adaptarla a los tiempos actuales, con el discurso de siglo XXI de identidad de género y las nuevas políticas sexuales que se han convertido en uno de los desafíos para nuestra sociedad.

La directora y guionista Zoe Lister-Jones despliega al menos en la primera hora de película un discurso feminista e inclusivo, encajando de manera simple, pero funcional una mirada contemporánea en la premisa argumental heredada de la película original y lo consigue sin que resulte forzado, ni caprichoso.

Lamentablemente, las buenas intenciones y los planteamientos de partida se empiezan a desmoronar pasada la primera mitad. Muchos hilos abiertos desaparecen de la ecuación y otros acaban desarrollándose de manera chapucera.

Resulta irónico que una película integrada en el movimiento #metoo haya acabado víctima de las políticas de tijeretazo en el montaje propias de Harvey Weinstein. Mucho metraje de la película parece haberse quedado en el suelo de la sala de montaje y cualquier coherencia narrativa sucumbió ante la obligación de ajustar la duración a los 90 minutos.

No es que un montaje más completo prometiera una gran película, ni mucho menos. Al fin y al cabo, sigue siendo un producto de explotación juvenil, pero al menos hubiese quedado algo más digno que el galimatías que supone el montaje final.