Decir que Frankenstein o El Moderno Prometeo de Mary Shelley es una de las obras más relevantes del género fantástico y un clásico fundamental de la literatura puede parecer de Perogrullo, pero lo cierto es que, aunque suene sorprendente, también es una obra bastante desconocida y desvirtuada. Esto se debe a que el conocimiento popular que se tiene de la novela no viene del libro en sí, sino sobre todo de las versiones cinematográficas, especialmente el díptico dirigido por James Whale en 1931 y 1935, Frankenstein y La Novia de Frankenstein (por no mencionar el error común de denominar a la criatura con el nombre de su creador).
Cada nueva adaptación de la novela enarbola la bandera de ser la adaptación más fiel del texto de Shelley y, sin embargo, éste sigue estando sin ser adaptado de manera fiel. Al menos para su película, Guillermo del Toro ha advertido que se trata de su versión personal del mito, partiendo de la novela, pero también bebiendo de múltiples ramificaciones de la misma (acreditando por ejemplo la novela gráfica ilustrada por Berni Wrightson en 1983), así como de todo un imaginario del fantástico y del terror que ha ayudado al cineasta a fabricar su propia visión del género. Aunque recoge varios de los capítulos más populares de la historia, este Frankenstein no es una adaptación directa de la novela, sino una lectura libre.
Nadie ama a los monstruos como Guillermo del Toro
Llegar hasta aquí le ha costado a Del Toro varias décadas, incluso un aprendizaje profesional y vital que ha terminado por perfilar y definir la película que hemos visto en cines y que pronto llegará a la plataforma Netflix. Está claro que el concepto de la criatura y su valor como “monstruo” es algo que se vertebra a lo largo de la filmografía del cineasta, por ejemplo, sus dos entregas de Hellboy. La lectura del origen del mal y los prejuicios hacia la criatura por su apariencia monstruosa y su existencia amoral forma parte del ideario de cineastas postmodernos como el propio Del Toro o Tim Burton, quienes, desde los márgenes, ven a la sociedad como el verdadero monstruo y a la criatura como un ser inadaptado e incomprendido, que no entiende la reacción furibunda de su creador o de la sociedad hacia él. En nuestra opinión, esa reflexión sobre la naturaleza del mal y el sentimiento de soledad es lo que ha conducido a Guillermo del Toro a Frankenstein desde los inicios de su carrera.
Frankenstein es un esfuerzo titánico por parte del cineasta mexicano. Tiene un sentido de conclusión con el que Del Toro busca hacer un compendio de lo que ha sido su carrera. Y podemos decir que visualmente lo ha logrado. La película tiene un apartado visual desbordante, no sólo en lo narrativo, sino también en lo descriptivo. La dirección de arte, como es habitual en el director, es prodigiosa. El valor pictórico de las imágenes, su naturaleza netamente romántica, son producto del amplio conocimiento del autor con respecto al pensamiento y la naturaleza artística que rodeaba a Mary Shelley durante la creación de la novela. A esto se suma la sensibilidad del director, sus juegos cromáticos, su gusto por la exuberancia, la representación de las emociones a través de la ornamentación y la teatralidad llegan en esta película a su máxima expresión.

El mito del moderno Prometeo que Mary Shelley convirtió en leyenda
Desgraciadamente, todo el énfasis que hay en el apartado visual y sonoro de la película, no nos parece que se haya trabajado en igual medida en lo referente a lo literario. Del Toro recoge aquellos capítulos de las adaptaciones anteriores que han quedado grabado y se reiteran adaptación tras adaptación, volviendo a dejar huérfanos otros momentos de la novela que hasta ahora no han llegado a la gran pantalla, o no en la manera en la que los narró Mary Shelley. Es más, sensibilidades visuales y narrativas aparte, esta versión no difiere mucho a nivel argumental de la que dirigiera Kenneth Branagh en 1994. De hecho, ambas películas comparten un mismo gusto por la hipérbole visual y tono operístico.
También nos parece que en este esfuerzo por generar este renacer postromántico, Del Toro desatiende a sus personajes. Si bien los actores hacen una espléndida labor y todo el proceso de caracterización, desde el vestuario hasta el maquillaje está cuidado al detalle, lo cierto es que sentimos que hay una deriva a la hora de dar vida a estos personajes. La criatura es el personaje que consigue una mejor definición, a lo que ayuda mucho la interpretación desvalida de Jacob Elordi. Sin embargo, es Víctor Frankenstein quien parece estar construido a retazos, cayendo más en la antipatía que en la ambigüedad moral que debería acompañar al personaje. Aunque se busca que mantenga su papel de brújula moral de la historia, también el personaje de Elisabeth nos parece que está muy tergiversado y se diluye la importancia que siempre ha tenido este personaje. Lo mismo podemos decir de personajes como William o Harlander, cuyos roles en la película quedan muy diluidos.
Frankenstein de Guillermo del Toro es todo un hallazgo visual de primer orden, una apuesta de autor por recrear la historia y por ofrecer una puesta en escena que reivindica el papel de la artesanía fílmica a la hora de contar una historia. Desgraciadamente, la historia que cuenta resulta reiterativa y los cambios que establecen, en nuestra opinión, sólo sirven para empobrecer lo que ya conocíamos.












