Hace 20 ó 30 años, hablar de Tim Burton como director de una nueva versión de Dumbo hubiese contado con todas las garantías de encontrarnos con un proyecto personal, cargado de magia y con personajes capaces de calar hondo en el espectador, pero el Burton de ahora no es el de entonces.

Desde que en 2003 firmara su última obra maestra, Big Fish (donde su mirada al mundo del circo y la fantasía era infinitamente más satisfactoria), la carrera del cineasta ha sido como mínimo errática, y la magia de sus primeros títulos se ha transformado en mero truco de prestidigitación.

Dumbo no es una mala película. Tiene un buen reparto, los efectos especiales (especialmente ese Dumbo realista) cumplen con nota, nos reencontramos con un Danny Elfman que también lleva una trayectoria última un tanto descarrilada.

La cinta cumple su función como entretenimiento familiar, edulcoradamente conmovedora y con las dosis justas de nostalgia, pero sin caer en la mera fotocopia del original (ejem, La Bella y La Bestia, ejem); sin embargo, no alcanza el nivel de emoción sincera de la versión de 1941, sus momentos dramáticos no consiguen la misma carga traumática y viene repleta de muchas ideas nuevas y atractivas, pero vacías en su desarrollo: el entrenador lisiado, la trapecista que vuela junto al elefante, esa troupe de freaks, las figuras maternas ausentes, un Disneyworld siniestro, el discurso animalista en contra de los animales enjaulados, todo excelentes ideas apuntadas, pero desaprovechadas por el director.

Si quieren ver Dumbo, nuestra recomendación es que recuperen la versión del 41; si quieren ver a Burton, Big Fish es todo lo que aquí falta; si lo que buscan es pasar un rato en familia, emotivo, tierno, pero sin mayor trascendencia, vayan a ver esta nueva versión al cine.