El diccionario de la Real Academia define ‘monstruosidad’ como: “Desorden grave en la proporción que deben tener las cosas, según lo natural o regular”. Es el consenso social lo que define al monstruo antes de convertirse en la turba que lo destierra o lo destruye.
Desde su primera película, Crudo, Julia Ducournau ha reflexionado sobre el concepto de ‘monstruosidad’ desde una mirada periférica. Sin negar la naturaleza violenta, asocial, del monstruo, también ha reflexionado sobre el estigma que acarrea, el desprecio social y el rechazo hacia todo lo que es diferente o que cuestiona el status quo. Con su tercera película, Alpha, Ducournau nos sitúa en una tierra de nadie, a medio camino entre la distopía incierta y la metáfora del pasado.
Película inaugural de la 58ª edición del Festival de Sitges, Alpha nos habla de dos enfermedades, una pandemia que afecta al individuo y el pánico colectivo que afecta a la sociedad. Es una película que habla de lo humano de cuidar de nuestros enfermos y lo inhumano de segregarlos, hacinarlos y abandonarlos a su destino. La cineasta prescinde de marcadores temporales de cualquier tipo, así que, como espectadores, entramos en la película sin saber exactamente dónde o cuándo nos está situando. Como en sus películas anteriores, Ducournau prefiere contar su historia desde lo metafórico y lo metafísico, sin anclajes en una realidad que podamos reconocer. Los protagonistas viven en una sociedad marcada por la muerte y la enfermedad, rodeados de una ventisca y una calima constante, que da a su realidad una tonalidad grisácea, enfermiza, mortuoria.
Enfermedad, miedo y deshumanización
En el epicentro de la historia tenemos la relación familiar de una niña con su madre y su tío, la primera sanitaria y exhausta por una extraña pandemia que convierte a las personas en figuras de mármol; el segundo, sentenciado por esta misma enfermedad, pero perseverante a no dejarse vencer por la muerte. La mirada inocente de Alpha, interpretada por Mélissa Boros, marca también la perspectiva del espectador, al mismo tiempo que su propio despertar sexual se ve marcado por el miedo a la pandemia y el estigma de tener un familiar afectado. Es sólo cuando el espectador empatiza con esa incomprensión ante el rechazo de la protagonista que la directora, de manera magistral, libera las últimas piezas que hacen falta para recomponer el puzle y dar sentido a toda la carga simbólica y las propias incongruencias del relato.
Una mirada íntima desde la inocencia
Aunque bien podría valer para hablar de la reciente pandemia del COVID y el dolor de los familiares que no se pudieron despedir de sus fallecidos, hacinados en hospitales saturados; lo cierto es que la película va más atrás en el tiempo y se convierte en un doloroso y emotivo recuerdo de la pandemia del sida en los años 90. La forma en que Ducournau construye todo su discurso, lo sintetiza en el dolor de tres personajes y lo escenifica con claves de cine de terror es magistral. El trabajo de los tres actores principales es magnífico, con un Tamar Rahim a la cabeza que ofrece una interpretación brutal, descarnada y terriblemente emocional. Golshifteh Farahani construye a su personaje de otra manera, desde la contención y el silencio de un conocimiento que no quiere compartir por no generar más dolor a su entorno. Finalmente, tenemos a Mélissa Boros, que lleva gran peso de la película, y que protagoniza con su rostro, uno de los finales más bellos, dolorosos y crudos del cine moderno.
Después de dos películas tan histriónicas como Crudo y Titane, Julia Ducournau ofrece con Alpha su película más redonda y madura, manteniendo algunas de las claves de su cine, al igual que su querencia por el componente fantástico como metáfora social, pero firmando una obra menos extravagante y más reflexiva.












