En la segunda mitad de los 80 se fraguó una nueva hornada de cineastas independientes, jóvenes directores de gran ambición y visión cinematográfica dispuestos a romper con los esquemas del cine de Hollywood y rescatar el concepto de autor propio de los años 70. Hablamos de cineastas como Jim Jarmush, los Hermanos Cohen, Steven Soderbergh, Hal Hartley, Gregg Araki o Richard Linklater, quienes se labraron su reputación en el circuito off Hollywood, produciendo sus películas de manera ajena a los grandes estudios (aunque muchos después entrarían a formar parte del sector más industrial) y despertando un interés por un tipo de cine que venía avalado por festivales como Sundance en lugar de los Óscar. A

estos se unió una segunda ola, ya entrados en los 90, también rebeldes y rupturistas, pero con ambiciones más comerciales, como Robert Rodríguez, Kevin Smith, John Singleton y, por supuesto, Quentin Tarantino. La mayor parte de ellos tendrían algo en común, formaban parte del sello de calidad de Miramax. Y es que no debemos olvidar que, por muy defenestrado que esté hoy en día Harvey, los Hermanos Weinstein fueron los principales impulsores del cine independiente en Estados Unidos en esta época, los que lanzaron al estrellato a estos directores y los que redefinieron el cine de Hollywood en esta década.

Todos conocemos la leyenda de Quentin Tarantino, ese joven nacido en Knoxville, Tennessee, pero criado en California, que aprendió todo lo que sabía de cine viendo películas en el videoclub en el que trabajaba. Allí vio todo tipo de cine, desde los clásicos estadounidenses, el Nuevo Hollywood, cine de autor europeo, pero también las más purulentas producciones de serie B (y hasta la Z), psicotrónicas películas repletas de argumentos absurdos y una purriada de películas chinas de Kung Fu. Dispuesto a abrirse camino en Hollywood, Tarantino empezó a escribir guiones inspirados en esa miríada de referencias y comenzó a hacer sus pinitos tras la cámara con sus colegas, especialmente Craig Hamann y Roger Avary. El resultado fue El Cumpleaños de Mi Mejor Amigo, una cinta aún amateur y que el director ha preferido mantener en el olvido.

Casi tres décadas del estreno de RESERVOIR DOGS

Reservoir Dogs nace como un cruce entre el cine de Scorsese, Jean-Luc Godard y el nuevo cine de acción de Hong Kong. Iba a ser rodado también de manera extremadamente modesta hasta que el guion cayó en manos de Harvey Keitel, quien decidió producirlo y dar libertad a Tarantino para hacer su película.

El presupuesto seguía siendo modesto, pero permitió al cineasta rodar en 35mm, contar con un equipo más profesional, un reparto de actores en alza y hasta licenciar las canciones que tenía ideadas para cada secuencia.

Con su coctel de referencias y la modernidad de su puesta en escena y montaje, Tarantino logró presentar una película de una madurez inusitada para una opera prima. La planificación era refinada y compleja, con una violencia implícita tanto en imágenes como en diálogos que mantenía al espectador en tensión en todo momento, pero al mismo tiempo sabiendo tomar las decisiones más inteligentes de cara a la narración, como la jugada maestra de no mostrar el corte de la oreja en la escena de tortura. Pese a la sencillez del argumento, había secuencias de gran dificultad, como la escenificación de cómo el personaje de el Señor Naranja va aprendiéndose la anécdota con la que tiene que impresionar a Joe Cabot y al resto de los compañeros, o el mismísimo arranque en la cafetería con los travellings circulares alrededor de la mesa y los diálogos pisándose mientras hay varias conversaciones sucediendo al mismo tiempo.

Harvey Keitel encarna la imagen del ladrón con honor, capaz de matar a sangre fría, pero leal y con un código de valores hacia sus compañeros. Esa ambigüedad moral le sirvió al actor para relanzar su carrera, deslucida frente a la de compañeros como Robert De Niro, y le permitió convertirse en el actor fetiche de toda esta nueva era del cine independiente (reforzada con sus papeles de Teniente Corrupto de Abel Ferrara o El Piano de Jane Campion).

Reservoir Dogs dejó fotogramas icónicos para la historia del cine.
Reservoir Dogs dejó fotogramas icónicos para la historia del cine.

Tim Roth, Steve Buscemi y Michael Madsen eran tres actores que se iban abriendo camino en el circuito alternativo, y para los que Reservoir Dogs supuso un espaldarazo importante; incluso Chris Penn, que había trabajado en títulos como Footloose o Jinete Pálido era más conocido por ser el hermano de Sean Penn que por su valor como actor (curiosamente, Ferrara le daría también la alternativa en la fantástica El Funeral, probablemente el mejor papel de su, por desgracia, corta carrera). Todos hacen un trabajo magistral, aunque la brutalidad psicótica del Señor Rubio se ha convertido en uno de los elementos icónicos de la película.

Mucho se ha hablado de la violencia de la película, especialmente por el tono lúdico con el que la escenifica Tarantino y que rompió con la línea que Hollywood había establecido en aquel momento, suavizando incluso los elementos más explícitos que caracterizaban las películas de productores como Joel Silver o protagonizadas por estrellas del actioner como Sylvester Stallone o Arnold Schwarzenegger pocos años atrás y que ahora parecían más interesados en la comedia y un perfil familiar. El austríaco, por ejemplo, había protagonizado su última película de rabiosa violencia, peor también había protagonizado Los Gemelos Golpean Dos Veces y Poli de Guardería, además tenía a punto de estreno Terminator 2. El Juicio Final, donde el tono estaba más suavizado frente a la original de 1984.

La industria buscaba un cine de acción más familiar y el público no estaba preparado para la contundencia del cine de Tarantino, sus orejas cortadas, sus diálogos agresivos y procaces y su tono cargado de referencias racistas y homófobas, aplaudidas y criticadas a partes iguales por los espectadores de la época.

Dejando aparte consideraciones externas a la película, lo cierto es que Tarantino definió desde un primer momento un tratamiento de la violencia propio y que ha quedado acuñado como tarantiniano. La polémica ha seguido acompañando a su cine, pero pocas estéticas de la violencia han calado tanto y han marcado tanta escuela en los últimos 30 años como la suya.

Sally Menke

Uno de los platos fuertes de la película, junto con el guion y la puesta en escena, es el fabuloso montaje de Sally Menke, indispensable colaboradora de Tarantino hasta su fallecimiento en 2010 (desgracia que también marca un antes y un después en la filmografía del director). La construcción postmoderna de la película y la afinidad de la imagen con la música da al conjunto no sólo un ritmo inquebrantable a lo largo de los 100 minutos de metraje, sino que con su uso de los ralentíes y las transiciones tan propias de los años 70 refuerza todo el juego de elipsis y saltos temporales de la narración.

De la misma manera que Stanley Kubrick cambió nuestra percepción del “Also Sprach Zarathustra” de Richard Strauss o “El Danubio Azul” de Johann Strauss II, temas como “Hooked on a Feeling”, “Stuck in the Middle with You” o “Little Green Bag” adquirieron un nuevo significado para los cinéfilos tras estreno de la película.

Reservoir Dogs en 1992 llegó como una película inesperada. En Sundance dejó atónitos a los espectadores, pero no se llevó ningún premio (ganó En la Sopa, también con Steve Buscemi); los Independent Spirits premiaron a Buscemi como actor de reparto, pero no a Tarantino como director, ni a la película (esos premios fueron para Carl Franklyn por Un Paso en Falso y para El Juego de Hollywood de Robert Altman); y, si bien en Sitges, recibió mejor recepción (mejor director y mejor guion para Tarantino), el premio a mejor película fue para la belga Ocurrió Cerca de Su Casa.

Por supuesto, la Academia la ignoró por completo en los Óscar, aunque se resarciría en 1995 con las siete candidaturas de Pulp Fiction y la estatuilla a mejor guion original para Tarantino y Roger Avary.

Sin embargo, es indudable que Reservoir Dogs fue una de las películas más importantes de 1992. En Sundance atrajo la atención de los Weinstein, que se encargaron de distribuirla y encumbrarla como película de culto inmediata y a Quentin Tarantino como el nuevo profeta del cine independiente.

Treinta años después la película no ha perdido ni un ápice de su fiereza y su impacto visual. En plena nueva era de conservadurismo cinematográfico, resulta igual de provocadora y verla en pantalla grande con motivo de su reestreno en salas es toda una experiencia religiosa que nos retrotrae a aquel año en el que el cine cambió.