Aunque la figura del vampiro no la creó Bram Stoker, sí fue él quien, en 1897, le dio a su principal representante, el Conde Drácula. Desde entonces, el personaje no sólo ha mantenido su posición, sino que también ha sido adaptado en múltiples ocasiones y a múltiples formatos. Cada nueva versión cinematográfica nos llegaba abanderando la proclama de ser la adaptación más fiel de la novela original, algo que, como sucede también con Frankenstein o El Moderno Prometeo de Mary Shelley, es bastante cuestionable. La versión más reciente que ha llegado a nuestras pantallas ha sido la dirigida por Luc Besson y que, antes de su llegada al circuito comercial, también pudimos ver en la novena edición del Festival de Cine Fantástico de Canarias Ciudad de La Laguna Isla Calavera.
Lo primero que hay que tener en cuenta es que aquí Besson no pretende, más bien se libera, de la presión de ofrecer una adaptación fiel. Al igual que hiciera el guion de James V. Hart para la versión de Francis Ford Coppola, este nuevo Drácula reconvierte la novela en una historia de amor más allá del tiempo y que conecta la figura literaria con la figura histórica que sirvió de inspiración a Stoker. Al igual que Coppola, Besson bebe también de múltiples fuentes a la hora de construir su película, aunque si bien las referencias del cineasta francés derivan hacia territorios distintos del director italoamericano.
Liberado de la lealtad a la novela, Besson lleva la historia a su terreno, con sus propias obsesiones y recursos narrativos y visuales. Desde el principio de su carrera, Besson ha evidenciado el peso del lenguaje del cómic en su puesta en escena y aquí vuelve a ofrecer una planificación pensada más en viñetas que en planos y secuencias. El valor desbordantemente enfático de la narrativa del cineasta es uno de esos primeros elementos que hará que la apreciación del público fluctúe de un espectador a otro.

ESTÉTICA OPERÍSTICA Y EXCESOS VISUALES
Este Drácula evidencia también a nivel estético un componente operístico que redunda en lo desproporcionado de la propuesta visual. Lo ampuloso del diseño de vestuario, lo remarcado de los colores, lo barroco de la planificación y los movimientos de cámara, la presencia continua de la música de Danny Elfman, con un valor tan protagónico, casi transforma la película en un musical sin canciones, pero donde muchos de los movimientos de los personajes ejecutan una marcada coreografía.
Es cierto que la huella de la película de 1992 es innegable, no por nada se ha convertido en uno de los referentes estéticos ineludibles del cine fantástico de los últimos 30 años. Sin embargo, al igual que sucede con la novela de Stoker, Besson sabe desvincularse de la alargada sombra de Coppola, introduciendo sus propias aportaciones argumentales (la idea del elixir del amor) y da un carácter muy diferente, más impulsivo y belicoso a su conde. Más allá del componente aguerrido del prólogo, heredado de Coppola, pero ejecutado de manera distinta, este Drácula no tiene problema en demostrar su formación militar en otras etapas de la película.
Es probable que hasta ahora no imagináramos a Caleb Landry Jones como un candidato a interpretar al conde (más allá de haber participado en otra cinta de vampiros en el pasado, Byzantium de Neil Jordan); sin embargo, tras su poderosa interpretación en la anterior película de Besson, Dogman, aquí queda claro que la química entre actor y director es muy fecunda. Jones tiene la responsabilidad no sólo de asumir todos los excesos del Drácula de Besson, sino también de soportar con su interpretación todas las otras exuberancias de la película, convirtiéndose en el pilar absoluto de la historia.

REPARTO DESIGUAL Y COHERENCIA EXCESIVA
Menos destacado nos parece el resto del reparto. Zoë Bleu Sidel resulta reseñable en su doble papel de Elisabeta/ Mina, pero (como ya sucedía en el Frankenstein de Guillermo del Toro) Christoph Waltz nos parece que se limita a repetir su habitual abanico de recursos ante un personaje que no tiene tampoco un gran desarrollo. El resto del reparto resulta meramente correcto.
Aceptado el juego de Besson, siguen existiendo elementos que funcionan en su exceso y otros que pueden resultar ridículos, como el ejército de gárgolas de Drácula, con un acabado digital deficiente y que recuerdan más al Jorobado de Notre Dame de Disney, que a lo que podríamos exigir a una película de terror, más aún cuando descubrimos qué son realmente estas gárgolas.
Drácula de Luc Besson es una obra ampulosamente adornada, visualmente desbordante, exageradamente desproporcionada, que se atreve a lidiar con lo ridículo en su búsqueda de lo sublime, cayendo más en lo primero que en lo segundo. Sin embargo, una vez entramos en el juego de Besson no podemos negar su coherencia interna, la valentía de su propuesta y lo inesperado de sus resultados, lejos de ser una nueva adaptación al uso de Stoker o un reciclaje de Coppola, como nos parecía indicar su tráiler comercial.













