Prácticamente todas las culturas humanas, a lo largo de los siglos, han acuñado la imagen de una bruja y/o hechicera en su imaginario mitológico particular. Esta imagen, en la mayoría de los casos ligada al mismo concepto que se tiene del concepto de un ser maligno, no solo ha sido denigrante para con el sexo femenino, sino una de las fuentes de discriminación más recurrentes a lo largo de la historia, sobre todo de índole religiosa para con las mujeres.
Baste con leer la definición de Baba Yaga, según el folclore eslavo, para entender hasta qué punto se ha utilizado la misma palabra, bruja, para denigrarlas. Según dicha mitología, Baba Yaga es una anciana sobrenatural que vive en las profundidades del bosque ruso, en una destartalada casa, la cual se asienta sobre las patas de una gallina y está rodeada de tétricos árboles y de un rosario de cráneos brillantes. En las infinitas representaciones con las que se ha ido describiendo, sus atributos físicos, casi siempre perturbadores y grotescos, son constantes. Por lo regular, se dice que tiene una nariz larga, una boca enorme llena de dientes de hierro, que pasa la mayor parte del tiempo volando en su mortero con pistilo y que puede jugar desde ser una auxiliadora materna a un despiadado villano caníbal y sanguinario. Por esto, Baba Yaga es desconcertante, porque adquiere ambos papeles y a veces incluso dentro de la misma historia, lo que le evita encasillarse en un determinado papel.
No obstante, y como muy bien indica el diccionario de la Real Academia de la Lengua Española, cuando se refiere al adjetivo “bruja”, en su quinta, séptima y octava acepciones, éste significa lo siguiente: En los cuentos infantiles o relatos folclóricos, mujer fea y malvada, que tiene poderes mágicos y que, generalmente, puede volar montada en una escoba (5); Mujer de aspecto repulsivo (7) y Mujer malvada (8)
Dicho todo, queda una pregunta por formular, por muy simplona que esta pueda llegar a sonar en la cabeza de uno cuando la lee en su mente, mientras la va viendo escrita. ¿Las brujas llegaron a existir alguna vez? Si atendemos a los cuentos, las tradiciones, los dichos y la mitología anteriormente citada, la respuesta es SÍ, y con mayúsculas. No obstante, en la mente racional de una persona, una bruja que mora en una casa suena tan rocambolesco como pensar en que la Quimera pudiera ser un animal doméstico para tener en casa como animal de compañía.
Sea como fuere, esta es la premisa sobre la que se articulará la relación de Simon con la casa que se ha propuesto restaurar, con la ayuda de su hijo Finn y, en menor medida, de la que recibe de Louis, un residente del lugar en donde dicha propiedad está levantada. Para él, lograr que aquella construcción recupere el aspecto de antaño supone el paso previo para recuperar a su familia y, en especial, a su esposa, Beverly, con quien ha ido perdiendo la química y el entendimiento que un día tuvieron, antes de su separación. Además, también se esconde un afán de superación personal, sin el fantasma de una dolencia crónica y el querer demostrarle a su hijo de lo que es capaz, sobre todo por los continuos altibajos por los que ha pasado su relación en los últimos años.
El problema es que, nada más llegar, la sombra de un suceso que, en el pasado, tiñó la casa con la sombra de una maldición, entorpecerá todos sus planes previos. Y poco importará su determinación por no dejarse dominar por sus fantasmas interiores y por el recuerdo de quien murió mirando por una de las ventanas de la propiedad en la que ahora vive. La realidad, su nueva realidad, le empieza a dictar que lo que aconteció entre aquellas paredes es mucho más poderoso, vil y desasosegante de lo que se pudiera pensar, en un primer momento.
Llega a un punto en donde no queda claro si es el malévolo espíritu de Lydia, aquella mujer que los lugareños llamaban “bruja”, o el de la casa en la que vivió, es quien está dictando las normas de comportamiento de la pesadilla en la que se encuentra atrapado Simon y su hijo, aunque el adolescente no parezca reaccionar de la misma forma a los continuos altercados de quien, sentada en su sofá, se empeña en dictarle, a ambos, lo que deben y lo que NO deben hacer.
Lo peor es que, llegado el momento, Simon empieza a perder la lucidez necesaria para razonar si lo que está viendo es “real” o una ensoñación de quien está buscando librarse de una maldición que la tiene anclada a un lugar que bien pudiera ser una de las muchas entradas del infierno descrito por el poeta William Blake siglos atrás. Y todo sin necesidad de conjuros, encantamientos ni pociones de ningún tipo y condición. Con tan solo una imagen reflejada en el cristal de una ventana, Lydia y la casa en la que habitó, son capaces de trastocar los dictados de nuestra endeble realidad y llevarnos hasta esos meandros de la locura que tan fácilmente transita el ser humano cuando este pierde una base sobre la que apoyarse.
¿Y no será que esa “bruja en la ventana” es solamente una metáfora de la indefensión, la soledad y la incomprensión a la que se ve sometido el ser humano en una sociedad como la nuestra? Quizás por esa misma circunstancia, Finn no ve las cosas como su padre, ni se deja influenciar por el recuerdo y las acciones de Lydia, un ser de otra generación, y tiene poco o ningún nexo de unión con quien, antaño, ocupó los comentarios y las pesadillas de los lugareños.
The Witch in the Window es una narración cinematográfica desarrollada con una sencillez absoluta y sin necesidad de recurrir a ningún requiebro estilístico, ni argumental para conseguir contarnos lo que pretende su director y guionista, Andy Mitton. Sus personajes son seres de carne y hueso, con las mismas dudas, debilidades, inseguridad y precariedad emocional que cualquiera de nosotros. Cada uno, incluyendo la que empezará a resquebrajar el velo de la realidad para llevarnos, tanto a los protagonistas principales y al espectador hasta el terreno de la ensoñación más esperpéntica y desasosegante, tratan de encontrar un lugar en esa misma realidad que les es esquiva, de alguna u otra forma.
Unos lo logran, so pena de sacrificar su misma existencia para conseguir su propósito. Otros, aprenden de lo que les ha tocado vivir y lo aceptan en medio de su nueva realidad. Y hay quien, llegado el momento, encuentra esa paz que el destino le había arrebatado sin tan siquiera pedirle su opinión.
También hay quien dirá que los setenta y siete minutos que dura no son suficientes para contarnos una historia que podría ofrecernos muchos más matices. Esa es una opinión, pero, sinceramente, el tempo narrativo es el justo y gracias a él las piezas del puzle terminan por encajar sin necesidad de forzarlas.