Si ya de por sí, antes del Covid, Tenet se presentaba como uno de los títulos más esperados de un año no especialmente prolijo en películas evento, la situación actual ha elevado a la película a categoría de tabla de salvación del cine. Pero, como diría James Cameron, lo importante de la tabla no es el tamaño, sino su flotabilidad.

Con títulos como Origen o Interstellar, Christopher Nolan había conseguido llevar al cine de superproducción al terreno de la física pura, con argumentos que desafiaban la capacidad de comprensión del espectador, pero con un envoltorio deslumbrante y apabullador. Tenet se presenta como una nueva vuelta de tuerca en este sentido, lo que a su vez comprende lo mejor y lo peor de la película.

Nolan juega al despiste y propone un desafío al espectador, guardándose las cartas. Al cineasta le preocupa que el público resuelva el puzle antes de lo previsto y eso le lleva a tomar una serie de decisiones arriesgadas, como evitar darle todas las piezas hasta el final de la película, pero también convirtiendo a su héroe en una tabula rasa, sin identidad, con la que cuesta que el público empatice de manera emocional.

Para compensar todo esto, y confiado en que al final el espectador acepte las reglas del juego, Nolan le aporta un conjunto de escenas de alto voltaje, acción rodada de manera impecable y con un nivel de asombro y espectacularidad anonadante.

Los que entren en el club de Nolan se apuntarán a un segundo visionado y buscarán ahí completar (ahora sí) el puzle. Los otros saldrán de la sala acusando al cineasta de pretencioso y fullero.