Desde su estreno en 1982, una de las polémicas que ha acompañado a la versión original de Poltergeist ha sido el tema de su autoría. Producida y basada en un guion original de Steven Spielberg, el cineasta no pudo encargarse de dirigirla porque en aquel momento estaba enfrascado en el rodaje de E.T. El Extraterrestre y una cláusula del contrato le impedía aceptar otro proyecto, delegando en las manos de Tobe Hooper, mítico autor de La Matanza de Texas. Si Hooper fue el verdadero director de Poltergeist o un hombre de paja subordinado a las directrices de Spielberg posiblemente nunca lo sepamos. Lo cierto es que la cinta respetaba claramente las claves estilísticas del Spielberg de los 80 y pocos ecos quedaban del salvaje estilo de Hooper.
Ahora, 33 años más tarde, en plena fiebre revisionista de los éxitos de los 80, nos llega Poltergeist, una nueva versión producida por Sam Raimi (Posesión Infernal) y dirigida por Gil Kenan (Monster House). A grandes rasgos se trata de una producción esforzada, que ha contado con un reparto con nombres de prestigio como Sam Rockwell, Rosemarie DeWitt o Jared Harris y una dirección de fotografía a cargo del español Javier Aguirresarobe. Kenan adopta como propio el estilo de la primera versión y lo actualiza, añadiendo elementos modernos como los móviles o los drones en la acción.
Desgraciadamente, los esfuerzos del director por homenajear a la original generan que la mayor parte del metraje resulte una fotocopia sin alma de su referente, carente de la intensidad de la cinta de Spielberg/ Hooper, y cuando se aleja de ella, añadiendo elementos que la nueva tecnología permite, la puesta en escena naufraga aún más, con un gratuito uso de los efectos digitales que nada aportan, ni añaden más tensión a la trama.
Si la función de la nostalgia es hacernos rememorar el pasado, esta actualización de Poltergeist consigue que añoremos la versión del 82, debido a una puesta en escena excesivamente correcta, mimética y carente de voz propia. Mientras la original se debatía en su doble autoría; en la moderna, el concepto de autor brilla por su ausencia.