Vivimos en un mundo de apariencias, donde cuidamos con cautela la imagen que transmitimos al exterior. En ocasiones como medida de protección, para esconder nuestras debilidades, o bien como disfraz para ocultar aquellos aspectos de nuestra personalidad que creemos que pueden ser juzgados y rechazados por la gente que nos rodea. La propia sociedad nos marca un itinerario moral sobre el bien y el mal y, en base a esto, intentamos aplacar, acallar, neutralizar aquellos elementos de nuestra personalidad que están consideramos perjudiciales o tabú.

EL MAL

Desde los orígenes de la humanidad, el arte se ha convertido en un refugio para estos monstruos de nuestra identidad. Les hemos dado apariencias grotescas, feas, aterradoras, maniqueas y las hemos utilizado desde el distanciamiento para poder, de una manera ficticia, liberar a nuestras bestias interiores. La Mantícora fue una de estas representaciones. Creada por la mitología persa, esa figura con cabeza humana, cuerpo de león y cola de serpiente, denominada “la devoradora de hombres”, pasó en la Edad Media a convertirse en la encarnación del mal, ocupando una simbología especial en las ilustraciones de los manuscritos.

En la actualidad, ese desdoblamiento de la personalidad ha encontrado en la tecnología otro modo de expresión. Los llamamos “avatares”. La creación de mundos virtuales nos permite reconstruir a la carta nuestra representación, permitiéndonos modificar no sólo nuestra apariencia, sino también los rasgos de nuestra personalidad o liberando a aquellos elementos que hemos mantenido ocultos. El mundo virtual es una quimera, un espacio ficticio, por lo que está liberado de los condicionamientos morales de nuestro entorno físico y, por regla general, cuando las barreras morales caen, el ser humano desata sus instintos más atroces.

El nuevo trabajo de Carlos Vermut, titulado precisamente Mantícora, es una película que habla sobre la monstruosidad desde su perfil más humano, atreviéndose a trasgredir otro de los dogmas infranqueables de nuestra sociedad, la compasión y la empatía hacia una de las mayores monstruosidades que podamos imaginar como colectivo.

PULSIONES

El protagonista es un diseñador de criaturas para videojuegos que oculta y, al mismo tiempo, trata de combatir sus instintos pedófilos. En este caso, nuestro monstruo no tiene una apariencia horrenda, sino que se confunde con uno más de nosotros. Julián es un joven con talento, amable, simpático, introvertido y de escasa vida social, salvo con sus compañeros de trabajo. ¿Es esta apariencia su avatar para evitar el castigo de la sociedad? Podemos decir que la única vez que apreciamos su verdadera apariencia es a través del dibujo que realiza el joven Cristian, quien le retrata como un tigre con cabeza humana (similar a la Mantícora), pero carente de avisos de precaución ya que llega a través de la mirada desprejuiciada de un niño.

Habituado a desenvolverse en realidades alternativas, el protagonista transfiere su deseo primero en un avatar virtual creado con el software que usa para su trabajo, y posteriormente en la figura de Diana, joven adulta, pero de aspecto aniñado y que recuerda precisamente al niño vecino de Julián. En este caso, los avatares no son creaciones propias para desarrollar personalidades alternativas, sino sustitutos afectivos o sexuales del objeto de deseo prohibido. Todo con la finalidad de poder desarrollar este instinto de una manera socialmente aceptable.

COMPASIÓN

En esta sociedad preocupada por la protección de la infancia, Vermut nos coloca en la posición de profundizar, conocer y hasta empatizar con la figura de un pedófilo, construyendo un discurso complejo donde el monstruo a su vez recibe rasgos que lo humanizan y nos transmiten su conflicto y su dolor. Empatizar con Julián no nos hace cómplices de su deseo, no justifica la pedofilia, ni siquiera le aporta atractivo, pero si aporta al personaje una personalidad más poliédrica.

Al contrario de lo que promulgaba M. El Vampiro de Düsseldorf, el asesino no ESTÁ entre nosotros, como un infiltrado, sino que ES uno de nosotros. En este caso, aunque comparte con la cinta de Fritz Lang ese discurso de que el monstruo también es un ser humano, con todo lo que ello conlleva, la mirada de Vermut nos recuerda más a la de un primigenio Atom Egoyan, con sus personajes socialmente alienados y atormentados por sentir y desear cosas que la sociedad ha prohibido o prefiere esconder.

DESNUDO

Pese a lo aún breve de su filmografía, Carlos Vermut ha demostrado tener un personalidad bien marcada y debatirse siempre en conflictos que pone en cuestión nuestra moralidad. Aquí el cineasta se distancia del artificio que formaba parte del discurso de Magical Girl o Quién me Cantará, y regresa a una mirada más cruda como la de Diamond Flash. A esto se suma un empeño por desprender su narrativa de cualquier componente gratuito, depurando su puesta en escena y desnudando los planos, pero aún así cargándolos de contenido.

Mantícora no es una película explícita, ni en los aspectos más morbosos de la historia (siempre relegados a elegantes fuera de planos, como el inteligente uso que se hace de las gafas de realidad virtual), ni en el carácter explicativo de su narrativa. Hasta llegar al clímax final todo el discurso de la cinta se va trabajando a base de subtexto, en ocasiones de manera más discreta que otras (de ahí lo devastador de su epílogo final). A todo esto contribuye el uso de la fotografía y la ausencia premeditada de música extradiegética, únicamente presente en los créditos finales.

Mantícora, de Carlos Vermut.
Mantícora, de Carlos Vermut.

Esto se aplica también a las interpretaciones. Tanto Nacho Sánchez (sublime) como Zoe Stein (lidiando con éxito con un papel ingrato, que sólo cobra sentido al final de la película) ofrecen también una interpretación depurada, que evita en todo momento cualquier rasgo histriónico o excesivamente dramático que saque a sus personajes de esa urna de cristal, aséptica con le exterior, en la que se desenvuelven.

EL BUEN CIERRE

Con Mantícora Carlos Vermut se reafirma como uno de los cineastas más interesantes, sugerentes y personales de nuestro cine, con un discurso propio e intransferible que le coloca en un plano diferenciador.

Por su parte, Mantícora viene a cerrar con broche de oro uno de los años más logados del cine español reciente y se eleva a uno de los estrenos más destacados de este 2022.

Mantícora, de Carlos Vermut.
Mantícora, de Carlos Vermut.