Conceptualmente, El Hoyo recuerda al debut de Vincenzo Natali allá por 1997 con Cube. Ambos son títulos rodados con muy bajo presupuesto, basados en la claustrofobia y la confrontación de un conjunto de personas encerradas en un espacio reducido, y donde toda la historia se rodó en un decorado único, pero haciéndolo pasar por distintas habitaciones.
Este segundo largometraje de Galder Gaztelu-Urrutia adopta la apariencia de distopía futurista para convertirse en una metáfora de nuestra sociedad actual y lo que supone la distribución de la riqueza en el mundo. Su mirada hacia la brutalidad, el egoísmo y la zafiedad del ser humano es implacable. Su puesta en escena es feísta, desagradable y hasta obscena, en ocasiones. Desde luego, no es una propuesta para estómagos aprensivos.
Gaztelu-Urrutia escenifica todo tipo de procesos fisiológicos, de manera cruda y sin paños calientes, desproveyendo y degradando el arte de la gastronomía, especialmente a medida que se va bajando de nivel, hasta convertirlo en deshechos. Lo mismo podemos decir de los personajes, empezando por el protagonista.
Todo atisbo de civilización y humanidad se va perdiendo, cayendo en el primitivismo y el esperpento. No quedan mucho espacio para la esperanza y el positivismo. Los intentos de raciocinio y civilización quedan sepultados y masacrados ante una visión esquizofrénica de los personajes. Para ello, el director deposita mucha confianza en sus actores, quienes, pese a que la atmósfera se prestaba en caer en la teatralidad, logran bordear esa posibilidad, al mismo tiempo que afrontan con entereza situaciones donde deben exponerse emocional y físicamente de formas muy poco embellecedoras.
El Hoyo es una propuesta arriesgada que, afortunadamente, desemboca en buen término, aunque ello suponga dejar por el camino a un público acostumbrado a propuestas más complacientes.