Dioses de Egipto aspiraba a convertirse en un macroespectáculo de aventuras y efectos especiales para este 2016. Su director, Alex Proyas, apostó por una puesta en escena grandilocuente y virtuosa, repleta de vertiginosos movimientos de cámara y trucos de montaje postmodernos. Desgraciadamente, en esta ocasión, a Proyas, cineasta habituado a salir bien parado de proyectos difíciles, el tiro le ha salido por la culata.
Sus esfuerzos como director se ven excedidos por un guion absurdo, repleto de situaciones disparatadas y unos diálogos ridículos. Si al menos a esto se le hubiese insuflado algo de sentido del humor, el conjunto sería más digerible, pero las ansias de trascendencia no hacen más que incrementar la sensación de despropósito de la película.
Un lamentable trabajo de postproducción termina de rematar la función, con unos efectos digitales de saldo (a pesar de los 140 millones de dólares de presupuesto) y en los que se habían depositado gran parte de las necesidades de la puesta en escena del director.
El dislate es tal, que puestos a ir recopilando ya aspirantes para las peores películas del año, esta Dioses de Egipto parte con muchas papeletas en favor de su candidatura.