El canto de las hadas

[Darth Xer0]

Su nombre se vincula a la voz latina "fatum" (hado, destino). Intervienen mágicamente en los sucesos de los hombres. Se ha dicho que las Hadas son las más numerosas, las más bellas y las más memorables de las divinidades menores. No están limitadas a una sola región o a una sola época. Los antiguos griegos, los esquimales y los pieles rojas narran historias de héroes que han logrado el amor de estas fantásticas criaturas. Tales aventuras son peligrosas; el Hada, una vez satisfecha su pasión, puede dar muerte a sus amantes.
Jorge Luís Borges ?El libro de los seres imaginarios?


El sol ya se había escondido bajo la vasta línea del horizonte, cuando Frederic y Pöul estaban muy dentro del Bosque del Norte. Habían llegado allí persiguiendo a un ciervo herido, al cual Frederic había flechado acertadamente. La presa ciertamente valía la pena, y con ella estaba cubierta al menos una semana de comida para una familia.

Los árboles se erguían hacia el cielo, y eran tan frondosos que el follaje formaba un techo orgánico y artificial a la vez. Frederic propuso a su compañero acampar cerca de un pequeño riacho, fuente segura de agua potable. Pöul aceptó la propuesta, y ambos armaron, conjuntamente, la precaria tienda que les serviría de cobijo. Dentro del bosque, la noche parecía adelantarse, porque el verde oscuro de las hojas tragaba absolutamente cualquier haz de luz. Las penumbras dominaban todo con una perturbadora quietud. Sólo se oía cada tanto el graznido lejano de un cuervo.

Frederic encendió una pequeña hoguera, a la que alimentó con algunas ramas que había recolectado. Tendrían tiempo, al día siguiente, de hallar al ciervo: la flecha había penetrado por el flanco izquierdo del animal, y era bastante seguro que hubiese lacerado alguna parte del corazón. Pöul, por su parte, extrajo una sartén de cobre, la untó con un poco de aceite y la colocó sobre el fuego. Luego, echó sobre ella unos trozos de carne salada que había preparado con anterioridad: la cena estaba asegurada.

Después de haber comido, Frederic y Pöul decidieron descansar. Bastaban unas exánimes mantas para cubrir los cuerpos de los cazadores, el suelo blando del bosque haría lo demás. No hubo pasado una hora, cuando Frederic creyó percibir un sonido algo apagado, perdido en las inmensas hectáreas del bosque. No le dio importancia en un primer momento, pero luego el murmullo volvió a repetirse, una, dos, tres veces. Frederic llegó a la conclusión de que no era un sonido meramente circunstancial. Sin despertar a Pöul, salió de su improvisado lecho y se encaminó hacia el corazón mismo del bosque, de donde presuntamente provenía aquel sonido.

Paulatinamente, dicho murmullo fue haciéndose cada vez más claro, con cada paso que Frederic ejecutaba. Y no sólo eso, sino que además iba transmutando desde una percepción informe hacia una tonalidad melódica: alguien estaba cantando. Frederic se detuvo para escuchar con atención:

Mira mis grandes ojos
de seguro no hallarás
en todo este bosque mágico
otros con igual beldad?

Frederic estaba absorto. Que escuchase a esas horas de la noche a alguien cantando ya de por sí era extraño. Si ese alguien, además, era una niña (como pudo intuir por el tono de la voz) el suceso ya pasaba a trasformarse en algo prácticamente sobrenatural.

Había muchas historias fantásticas flotando en derredor de la mitología del Bosque del Norte. Muchas personas aseguraban haber visto maravillosos seres aparecer y desaparecer de un momento a otro. Otros juran sobre las Sagradas Escrituras que el bosque estaba habitado por una comarca de hadas, las más bellas de todo el mundo. A Frederic le habían contado esas historias cuando era niño. Lo habían fascinado durante toda la vida, y esperaba poder algún día encontrarse con un hada verdadera; si bien sabía que ese hecho nunca se llevaría a cabo, por el simple motivo de que las hadas no existen.

Pero ahora, las esperanzas cobraban nuevas fuerzas, los retoños de las creencias populares florecían en frutos palpables. Ese ser misterioso tenía que ser un hada; y Frederic comenzó una frenética búsqueda, persiguiendo los versos de la hermosa canción. Mira mis grandes ojos?A la izquierda no había nada, la música verbal parecía provenir más bien de delate de Frederic. De seguro no hallarás? Eso era, delante. El cazador corrió con fuerzas, tratando de alcanzar la fuente primigenia de la canción, que parecía moverse de un lado a otro, como en el juego de las escondidas. En todo este bosque mágico? De pronto, los versos parecen mantenerse estáticos, siguen brotando de alguna boca invisible. Frederic los deglute atentamente con su oído, y establece la dirección en la que se hallan. Otros con igual beldad? Muy despacio, Frederic se acerca a la fuente musical; se halla a tan solo unos metros, que luego pasan a ser centímetros y? segundos después, se lanzó sobre la nada misma, abrazando el aire frío de la noche y al mismo tiempo, una masa ciertamente corporal, que no puede ver pero sí tocar.

? Me has atrapado ? dice una voz femenina, que reverbera con inocencia sensual en el oído de Frederic.

? De seguro porque tú lo quisiste así.

? ¿Acaso sabes quien soy?

? Más bien sé qué eres. Un hada.

En ese momento, una lluvia de ínfimos cristales ingrávidos y brillantes inundó el lugar con destellos lumínicos. Parecía que una estrella se había partido en millones de microscópicos trozos. Frederic ahora no estaba abrazando nada, pero frente a él se hallaba una grácil muchacha. Las sensaciones que el muchacho sintió al verla se hacen indescriptibles. Un ligero vestido verde acariciaba el cuerpo de la chica, y hacía notar las sinuosidades de su femenina naturaleza. El cabello, desprolijamente hermoso, era tan negro que se confundía con la esencia de la noche. El rostro, perfecto y matizado por facciones sobrenaturales, brillaba con el esplendor conforme al de un ser que no pertenecía al simple mundo de los mortales. Los pies descalzos tenían la gracia y agilidad propias de una bailarina. Y sobre todos los ojos, inverosímiles, hermosamente grandes y delineados por una halo misterioso.

? Me llamo Hiá ? dijo la muchacha ? Y tienes razón, soy un hada.

? Yo soy Frederic. Y por lo que sé, ahora me perteneces.

? Eres muy ambicioso. No puedes poseer a un hada a menos que ella así lo desee.

? Tal vez tenga un poco de suerte? ? soltó el joven.

? Eres apuesto. Eso no puedo negarlo ? dijo el hada, al momento que libraba una sonrisa de la prisión de su boca.

? Las leyendas dicen que si logro atrapar un hada, es de mi propiedad.

? Si atrapas un hada, es solamente -como tú bien dijiste- porque el hada lo ha permitido.

? Lo que cuenta es que te he capturado ? dijo Frederic, tratando de acabar con la sofística discusión.

? ¿De veras quieres sentir que se siente poseer un hada? ? inquirió la muchacha, al tiempo en que iba desplegando su innato glamour, una radiación sensual e invisible pero irresistible, que penetraba directamente en las fibras de Frederic. No resistió mucho el joven.

? Claro que sí. Estoy preparado

Hiá se acercó suavemente hacia él, extendió una mano hacia su rostro y lo acarició con su piel tibia y reconfortante, el mejor cobijo que cualquier hombre pudiese tener.

? Primero debes hacer algo por mí. Debo saber que puedo confiar en ti. Es como un acto de fe.

? ¿Qué debo hacer? ? preguntó inocentemente Frederic.

? Tu amigo, ese al que llamas Pöul. Debes sacrificarlo. Por mí.

Frederic se quedó entumecido por el pedido de Hiá. Los sonidos de la palabra no estaban a punto de salir de su boca, pero algo le impidió pronunciarlos, una fuerza secreta que le arrancaba cualquier iniciativa propia. Había caído en los sutiles hilos de la tela de la araña. Cerró los ojos, y aunque su conciencia se escindió de su cuerpo y le decía que no debía matar al amigo, su cuerpo estaba preparado para el encargo. Se alejó de Hiá, y regresó al campamento.

La sangrienta faena se llevó a cabo si ninguna complicación. Una certera puñalada en el corazón bastó para que Pöul muriese sin saber que le ocurrió. Minutos después, Frederic, con las manos entintas con la sangre de su compañero, volvió al lado de Hiá. El hada lo esperaba recostada sobre el pasto, mucho más bella de cómo la recordaba. Ella se irguió, se paró frente a él y tomando con las manos el rostro de Frederic, unió sus labios a los del joven. Frederic sintió que sabían a miel, a todas las mieles del mundo; sintió que en esos labios se encarnaban la sensualidad, la lujuria y el placer del cosmos. Dejó caer el cuchillo asesino en el suelo. Fue necesario un solo movimiento de manos para que el vestido se desprendiese del cuerpo de Hiá; allí donde Frederic se sumergió extasiado, perdiéndose en la infinitud de las piernas de la muchacha. Los detalles sórdidos del acto amatorio se difumaron en el aire y en el tiempo.


Frederic acariciaba los cabellos suaves de la chica, que se hallaba distendida junto a él. Un sentimiento melancólico comenzó a invadirlo: ¿Cómo no abandonar a Hiá? ¿Cómo hacer para poder vivir el resto de su vida junto a ella? Estas preguntas lo inquietaron de sobremanera: había probado el tentador fruto corporal que el hada le había ofrecido, ahora no podía dejarlo.
Sutilmente, Frederic le habló a Hiá:

? Debes prometerme una cosa ? dijo.

? ¿Qué quieres que te prometa?

? Que estaremos juntos hasta la muerte.

? Te lo prometo ? dijo el hada, al tiempo en que Frederic vio el cuchillo con el que había matado a su compañero alzarse en el espacio, blandido por la mano de Hiá.

? Una cosa más ? dijo el hada ? no confió en las personas que matan a un amigo.

Frederic no dejaba de mirar el cenital cuchillo acercarse cada vez más, el mismo cuchillo que instantes después se clavaría en su pecho de manera feroz, mordiendo diametralmente su piel. La sangre empezó a brotar como si se tratase de un manantial carmesí. Hiá tuvo esa noche un banquete para sus sentidos: bebió con voluptuosidad y frenesí el vital líquido.

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[Darth Xer0]

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[Darth Xer0]

Al lector piadoso que haya leido con algo de satisfacción el relato, está dirigido es aditamiento: la escena trunca de amor entre Frederic y Hiá. Han querido los hados que la voz [i]glamourosa de Crimi me absorbiera la voluntad, y me hiciese escribir este apéndice. Cúlpenla a ella, no a mí.[/i]


El cuerpo incitante y tibio de Hiá palpitaba trémulamente. Frederic acercó su rostro a la piel de su amante, tan suave que podía confundirse con las nubes; bebió entonces de la eterna fuente del amor. Sintió el olor de Hiá, que no por mucho difería del de dulces duraznos maduros. Las manos del muchacho se dirigieron sigilosamente hacia las regiones montañosas y blandas del hada, que a cada momento exhalaba dotes de glamour: la experiencia amatoria se acercaba cada vez más a una plena sensación mística. Con cada segundo las sensaciones iban exaltándose, iban in crescendo con irresistible potencia, hacia el placentero desenlace.
Hiá acariciaba los cabellos de Frederic que, abstraído del mundo real, besaba con pasión el vientre plano y perfecto de su compañera. Detectó también su centro, el umbilicus corporalis que revelaba la simetría mitológica de Hiá: el cuenco en el que, como preparándose para una libación de dioses pretéritos y paganos, se acumulaba el delicioso sudor del hada, un licor extasiante y perverso que emborrachaba los sentidos como el vino de Baco.

Y así, de pronto, se dejó de lado el prefacio amatorio para dar lugar a la ruptura de los sentidos: Frederic embebió su completa masculinidad en el triangular altar donde se conjugan todas las percepciones, las oscuras regiones desde donde Venus llama al pecado. Hiá lo sintió como una puñalada de placer, que recorrió eléctricamente todo su cuerpo con presurosa velocidad. Frederic entraba rítmicamente en las puertas suculentas que Hiá había abierto sólo para él. Sintió el joven la necesidad de volver a besarla, de sentir nuevamente el sabor a miel que tanto lo había narcotizado; robó entonces un voluptuoso beso de la boca de Hiá, que no se resistió al asalto intempestivo. Las bocas se fusionaron; los labios, apretados unos contra otros, luchaban tratando de morder con suavidad el cuerpo del enemigo.

El ritmo de los amantes se había acelerado, los raptos de placer arqueaban sinusoidalmente los cuerpos, que ya habían perdido cualquier rastro de conciencia terrenal: se proyectaban hacia el infinito, hacia donde confluían todos los ríos del goce carnal, arrastrando el agua del éxtasis. Frederic estaba exhausto: algo parecía detener la consumación del acto, tal vez la magia de Hiá; que pretendía extender lo máximo posible aquella situación. No se detuvo en ningún momento: el cansancio era un precio ínfimo en comparación con lo que el hada le estaba otorgando. Las piernas de Hiá se cerraban con fuerza sobre la complexión de Frederic, como tijeras que impulsaban con pulsos repetitivos el impulso frenético que consumía al muchacho.

El tiempo absoluto se desarmó en aquella situación: en realidad esa dimensión no importaba absolutamente nada, porque en lo intemporal reside lo eterno. Sí, aquello podía extenderse eternamente: a los dos amantes los tenía sin cuidado el tiempo, podían morir ejecutando el pretérito acto. Cuando se empezó a acelerar el movimiento, Frederic sintió una llamarada interna que debía expulsar para estallar completamente de placer; y cuando el momento llegó, la sensación se detuvo en un segundo infinitamente indescriptible: Hiá había logrado detener el tiempo perceptible en ese segundo, en el que todo, absolutamente todo, cobraba sentido. Cuando Hiá liberó ese tiempo, el fuego blanquecino que bramaba dentro de Frederic salió expulsado hacia la cueva de amor del hada. Allí acabó todo, allí se diluyó la experiencia más intensa que un hombre jamás hubiese tenido oportunidad de poder ejecutar: el amor de un hada es algo que está más allá de toda comprensión humana.

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