El sexo de los ángeles

[Darth Xer0]

Y el ángel le respondió:
«Yo soy Gabriel, el que está delante de Dios»
LUCAS, 1:19

La tarde la había encontrado rondando por el parque. El verano brillaba con todo su esplendor, y sus ingenuos catorce años la habían hecho reparar en la hermosura del lago artificial. Claudia se había sentado en una banca, observaba el arcádico paisaje con degustación romántica y nada se podía interponer en la directa relación que había establecido con su entorno.

Así pasó unas dos horas, entre el vuelo errático de las aves y las imperceptibles olas que se producían en el agua del lago, como arrugadas por el soplo del viento. Cada tanto, alguna hoja caía de los árboles, era arrastrada por el aire hasta depositarse sobre el suelo. A lo lejos, un conjunto de niños ejecutaban algún juego difuso, y sólo llegaban hasta Claudia los gritos esperpénticos y pueriles.

De pronto, como caído del cielo, un muchacho de cabellos demasiado rubios, casi como si les hubieran arrancado el color, se sentó junto a Claudia. Ella lo miró disimuladamente, tratando de restarle importancia: le llevaba, al menos, una década de diferencia. No obstante, Claudia se perdió en el fugaz cruce de miradas, se ahogó en el abismal mar que proporcionaba el azul de los ojos del chico. Sintió los latidos de su corazón acelerarse, sintió que el mundo giraba alrededor del muchacho. La edad tampoco la ayudaba: estaba floreciendo su ímpetu carnal, se empezaba deshojar el velo de la niñez, para dar lugar a la piel de la adolescencia.

El chico estaba totalmente vestido de blanco, para no cometer una disparidad con el color de su piel. A Claudia se le antojó que el enigmático personaje era demasiado bello y por consiguiente, demasiado lejano. Trataba de no mirarlo, desviando sus ojos al ahora aburrido y soso lago. Pese a la ruidosa voz de la ciudad, la mente de Claudia estaba en completa quietud, sónicamente aislada y preparada para recibir, de modo exclusivo, una única voz.

El silencio intolerable por fin se rompió.

? Hola, me llamo Gabriel ? dijo el muchacho, sin timidez. Claudia, al oír las palabras, había entrado en un estado de excitación mística, y no sabía que responder. Atinó a lanzar un cúmulo de palabras tópicas, pero efectivas.

? Mucho gusto, soy Claudia.

? Claudia, un bonito nombre ? el muchacho clavó las pupilas en las de la chica, ateniéndose a un hipnótico propósito.

? Vaya, muchas gracias ? Claudia hizo una pausa, para encadenar las breves palabras que enunciaría ? ¿Y? qué haces?

? Hablo contigo, ni más ni menos ? dijo Gabriel, riéndose.

? No ? dijo Claudia, al momento en que se le escapaba una sonrisa ? me refiero a qué te dedicas.

? Soy un ángel ? respondió el muchacho, con pasmosa convicción teológica.

Claudia lo miró con facies escéptica, arqueando inverosímilmente sus finas cejas. Gabriel dirigió su mirada al cielo, al tiempo en que le hablaba.

? ¿De qué te sorprendes? ¿Nunca has visto un ángel?

? ¿Debería? ? respondió Claudia, haciendo uso del más desconfiado de los sentidos comunes.

? No, es cierto. No tienes por que haber visto nunca a uno de los nuestros. Bueno, pero lo positivo es que siempre hay una primera vez para todo. Ahora puedes apreciar un auténtico ángel.

? ¿No se supone que los ángeles tienen alas?

? ¿Y quién lo dice?

? Los teólogos, los libros sagrados, mi profesora de catequesis, mi madre?

? Por supuesto, tienes toda la razón. Pero están hechas de una sustancia inmaterial e invisible. Por lo tanto, las féminas humanas no pueden verlas, a menos que?

? ¿A menos que qué? ? preguntó Claudia, intrigada.

? A menos que la interesada tenga un íntimo contacto carnal con el ángel del cual quiere ver sus alas.

A Claudia le brillaron los ojos, una sutil capa diáfana los cubría. El gesto de sorpresa no fue menos expresivo que su antecesor.

? Me suena un poco a pecado, tratándose de seres divinos.

? Los ángeles tenemos ciertos beneficios.

? ¿Y si un hombre desea ver sus alas? ? Claudia esperaba la sodomítica respuesta.

? Ah, pues en ese caso el ritual es otro. Y es secretus divinus, por lo tanto no puedo revelártelo.

? Lo que yo creo es que eres un mentiroso. Ángel, sí, como no.

? ¿Ahora no crees en los ángeles?

? Bueno? no es que no crea.

? Estás en todo tu derecho. Pero de daré una pequeña demostración.

A continuación, Gabriel se levantó la remera, dejando al descubierto el anchuroso paisaje de su espalda. Claudia pudo ver dos cicatrices, de unos diez centímetros, con forma de media luna. Ambas estaban ubicadas a los lados de los sendos omóplatos. En ellas, la piel se hacía mucho más oscura, parecían también tener una contextura diferente a la del resto del cuerpo. Claudia, sin preguntar, deslizó los pulpejos de sus dedos índice y mayor por aquellas figuras enigmáticas. Las sitió tibias y muy suaves, pero rugosas, como sí ínfimos caminos se subdividieran en millares de líneas. Claudia quitó luego los dedos de la espalada de Gabriel de manera abrupta.

? Y? ¿Qué te parece? ? dijo el muchacho.

? Interesante ? respondió ella, turbada.

? Y es que no has visto nada. Esas eran sólo las zonas de nacimiento de mis alas. Te juro que las tengo, porque soy un ángel.

? No te creo.

? Allá tú. Ya sabes que hay solamente una manera de averiguarlo.

Claudia estaba más que intrigada. Por algún arcano motivo, comenzó a sospechar realmente que Gabriel era un ángel, una de esas figuras celestiales que nos enseña la religión. Por algún motivo, también, Claudia sentía un magnetismo ineludible hacia el muchacho, sus ojos azules eran una trampa casi pecaminosa para la orgánica revolución intempestiva que la atacaba. Y se dejó convencer, y no le importó porque ahora creía que él era un ángel: ningún otro ser podía ser tan perfecto.


La oscura y vieja habitación de un motel barato fue el silencioso testigo del hedónico acto que Claudia y Gabriel se proponían ejecutar. Ella no se mostraba segura, acaso porque no tenía ninguna experiencia amatoria. No obstante, ello no fue ningún impedimento, porque Gabriel la condujo amablemente por los caminos del placer.

Comenzaron quitándose la ropa, dejando al descubierto sus complexiones naturales. Los primeros minutos fueron de exploración, de descubrimiento. Cada uno investigaba sin pudor la conformación del otro, el corporal atlas de una geografía desconocida. Luego, llegó el momento del primer beso y fue él quien inició el proceso: acercó su boca a la de Claudia, y ella la sintió caliente y húmeda; y los labios de ambos no tardaron en fundirse en una sola boca palpitante y trémula. Los dedos de Gabriel comenzaron a analizar la piel de Claudia; lentamente iban saboreando la aterciopelada superficie de su compañera, hallando depresiones y valles, llanuras y mesetas inquietas, excitadas por las lúbricas sensaciones que estaban emergiendo de regiones oscuras.

La boca de Gabriel abandonó la de Claudia, y se dirigió a zonas menos inocentes, recorriendo con gusto las dos surgentes y pequeñas montañas de carne que se le ofrecían sin tabúes. Las manos de ella se aferraban con fuerza a los cabellos de él, encontrando allí un punto de sostenimiento para soportar las descargas de placer.

Todo ese prólogo sensual desembocó en lo inevitable: no tardó Gabriel en penetrar en la íntima esencia de la sexualidad de Claudia. Fue cuando se desfloró, en un ínfimo mar carmesí, la inocencia acumulada durante la corta vida de la chica. Le siguieron los rítmicos y acompasados vaivenes, el arqueo leve pero intenso de los cuerpos. Cada impulso era una exhalación de goce, una delectación libidinosa que sobreexcitaba los sentidos. Comenzó a aparecer sobre los cuerpos de ambos, una película húmeda; el sudor comenzaba a mostrarse, lubricando salitralmente a los amantes. Claudia mantenía los ojos cerrados: en la oscuridad que se le presentaba, no había lugar para otra cosa que no fueran los ojos de Gabriel. Él, mientras tanto, continuaba con su fatigosa carrera hedónica, hasta que por fin ocurrió: el fuego líquido que se venía conteniendo, estalló con la fuerza de un volcán en erupción, expulsado en entregas repetitivas y ardorosas. Las sensaciones se fueron multiplicando en infinitos planos, y cada plano de subdividía en vastos universos de placer insondable. Pasados unos minutos, esas sensaciones se apagaron. Luego sobrevino el cansancio mutuo, la somnolencia soporífera que sumió a ambos en mundos oníricos muy diferentes.


No supo Claudia cuanto había dormido. Seguramente, más de dos horas. Cuando despertó, Gabriel todavía estaba allí, acurrucado como un niño junto a ella. Estaba él, pero no sus alas. Y Claudia, encerrada en su halo ingenuidad, se sintió profundamente utilizada, porque había creído verdaderamente en la esencia divina de Gabriel; le había creído a sus ojos. Y se dijo asimisma estúpida, imbécil, catorce años y creyendo en ángeles; no puede haber nadie más idiota que tú. Has hipotecado tu cuerpo en favor de una promesa inventada, le has creído a un pervertido, a un pederasta asqueroso que aprovecha las debilidades de los púberes. Nadie te mirará ya igual ¿Qué va a pensar mamá, si se llegase a enterar? Santo cielo, eres una cualquiera, sucumbes ante el primer muchacho que se te acerca. Idiota, idiota, idiota.

Claudia se sintió arrastrada, de pronto, por el monstruo de la vejación; y sintió que esa oscura ave la lanzaba hacia el barro putrefacto de la humillación. Y se vio sucia, y corrompida, y pecadora. Fue cuando se instauró en ella la semilla de la venganza, que germinó de manera lumínica.

Revisó presurosamente la habitación. En su mesa de luz halló, junto a un viejo y gastado ejemplar de la Biblia, una abrecartas, agudo y filoso. No podía ser más perfecto. Gabriel se arremolinaba sobre la cama, inconsciente del peligro que se le avecinaba, enredándose en las sábanas. En un momento, se acomodó de tal manera que mostró su pecho sin tapujos. Fue el instante indicado para que Claudia, blandiendo su arma improvisada, descargara con furia su sed de revancha, en forma de una decena de puñaladas sobre el cuerpo de su amante. Tal como él había penetrado en ella, ahora ella penetraba dolorosamente en él, y cada puñalada provocaba un pequeño río de sangre, tal como él la había hecho sangrar de placer.

Gabriel casi no abrió los ojos. La primera puñalada había sido ya mortal, y tardó muy poco en morir. Sólo atinó a decir: ?No tienes idea de lo que has hecho?. A Claudia no le importó en un primer momento, porque ahora se sentía limpia, pura, despojada de la tela pecaminosa con que él la había cubierto. Y luego, Claudia vio con estupor, con horror, con inverosimilitud, los ríos de sangre correr por cause del pecho de Gabriel, corriendo y cayendo hacia unas incipientes formas que estaban dibujándose; y que sin dudas eran un gran par de alas, blancas, fibrosas, prístinas, celestiales, muertas.

[Nimrod]

Me ha encantado el texto compañero!

Muy buena descriptiva y muy buenas las comparaciones, pero yo prefiero ser un poco mas directo en segun que descripciones ^^

Me ha encantado ^^

Salu2

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[Darth Xer0]

[Nimrod]