Chaplin ya lo sabía. El interés de una buena historia no está en hablar de los ganadores, de los que tienen el poder. El público quiere ver a los de abajo darle una patada en el culo a la autoridad. Con la crisis económica hemos presenciado como las grandes empresas se enriquecían, mientras los débiles pagaban el pato, perdiendo sus empleos y sus casas.
En su segundo largometraje como director, Lucas Figueroa se pone del lado de los perdedores y crea una comedia contra el sistema. Para ello cuenta con dos protagonistas de excepción, Imanol Arias y Dario Grandinetti. El primero interpreta a un ejecutivo en la cresta de la ola, cuya vida se ve socavada por la aparición de un agresivo personaje desempleado dispuesto a hacerle la vida imposible. Con esta idea, el cineasta nos presenta una comedia ligera, divertida, con excelente ritmo, donde nada es lo que parece a priori y cada personaje esconde secretos que cambiarán el curso de la trama.
La química entre los dos protagonistas es extraordinaria, así como su sentido de la comedia, siendo los momentos en los que ambos coinciden en pantalla cuando más y mejor brilla la película. A estos se suman un llamativo conjunto de secundarios, como Hugo Silva, Luis Luque o Tomás Pozzi, que dan colorido y frescura a la cinta, jugando con diferentes estereotipos.
El contraste entre la cultura española y la argentina forma parte también del juego de la comedia y añade pinceladas lingüísticas que suman también el apartado humorístico. Por su parte, Figueroa mantiene un buen timing cómico y rueda la cinta de manera elegante y sofisticada, pero sin perder de vista que lo principal son los personajes, y añadiendo algunos guiños cinéfilos que redondean la propuesta.