Diario de un licántropo (serie breve)

[Darth Xer0]

PRÓLOGO
Instigado por no sé que directriz, publico aquí un relato por entregas que he escrito. La emática licántropica es siempre interesante para trabajar, mucho más si se la ve desde el punto de vista del propio licántropo.
Como siempre se aceptan comentarios, críticas, opiniones y dudas.

[Darth Xer0]

Homo homine lupus est

Luna llena
Esta noche ha sucedido lo que por fin me despoja de cualquier vestigio de humanidad: he matado y devorado a un niño. No debía tener más de nueve años, de pequeño tamaño, ojos color miel y cabello castaño. Ahora reposa junto a los otros en el santuario, inerte como un trozo de carne.
Caminaba solo por la calle a las diez de la noche. No soporté la fuerza interior que me obligaba a alimentarme, aunque sea con ese proyecto de persona. Lo vi en el patio trasero de su casa, jugando en nocturnal inocencia con un auto de juguete. Me acerqué sigilosamente hasta él por detrás, sin que me viera. Fue suficiente un rápido movimiento de manos (¿Manos? ¿Acaso se podían llamar manos? No lo creo) para romperle el frágil cuello, que sonó como un cristal roto. Me llevé el cuerpo, mientras la madre del muchacho lo llamaba desde dentro de la casa para que entrase a cenar.
Lo demás son detalles escabrosos. Me alimenté de su joven carne, de la misma manera en que el diablo se alimenta de almas: con voracidad y vehemencia.

El proceso es doloroso. Ocurre una vez por mes y coincide con la formación de la luna llena. No transmutas más de dos o tres veces en la semana que dura esa fase lunar, y sólo el día en que la luna llena aparece por primera vez en el cielo, es forzosamente obligatoria la trasformación. Comienza con un agudo ardor interno, como si a uno le quemaran con fuego desde dentro. Cuando el ardor pasa, viene lo peor: aparecen las alucinaciones. Breves pantallazos de mundos pasados y personas desconocidas, recuerdos turbios en forma de alegorías que conforman un códice simbólico y hermético. Las imágenes retumban en el cráneo insistentemente, molestando e instigando a cambiar: uno por fin se harta de ellas y decide entrar en su juego macabro.
Luego, cuando uno acepta esa la extorsión ficticia que no puede rechazar, llegan las convulsiones. Allí es donde te das realmente cuenta de que estás mutando, de que sistemáticamente vas transformándote y de que comienzas a ser, no ya un ser humano, sino otra cosa: un animal. Sin embargo, tu cerebro se queda en el estadio humano: eres consciente, estas en tus plenas facultades intelectuales. Pero claro, tu cuerpo ya no es el de antes, tus cuerdas vocales también mutaron, al igual que tus extremidades. Ya no tienes posibilidades de comunicación, porque lo que sale de tu boca son toscos sonidos guturales sin forma, de la misma manera en que tu sentido de la moral se ha quedado informe, perdido en algún rincón de tu mente; y ya nada es in statu quo lo que debería ser.
Luego de las convulsiones y de haberte arrastrado por el suelo durante largos minutos, te desmayas. Nunca supe cuanto dura esta fase, pero infiero que es un lapso para reponerte de la violenta transmutación. Cuando despiertas, ves todo de otra manera, en un eterno blanco y negro que no acepta matices. La luz te duele cuando penetra en tus ojos. Afortunadamente el cambio es nocturno, porque sería imposible para alguien como yo poder caminar en la álter forma de día. No tienes sentido de la orientación ni de la perspectiva ? todo es molestamente plano ?, el equilibrio parece diluirse en ámbitos acuosos de tu cráneo y no puedes moverte a tu antojo, puesto que tus músculos no responden como debieran. Es más, tus fibras musculares están fatigadas, hartas de tanto movimiento y sinergia; no es extraño que surjan calambres intensos. Te encuentras bañado en un sudor espeso y revulsivo, un licor orgánico salitroso producto de la afiebrada actividad corporal. Sientes que estás desnudo, acaso porque has hechos jirones tus ropas, has rasgado tus vestiduras hasta hacerlas irreconocibles. En cierta forma, cuando transmutas es como si renacieras, como si fueras un bebé que por primera vez se independiza del suave vientre materno, para entrar en el áspero y confuso mundo real.

La confusión del desmayo dura unos breves instantes, pero esos instantes son enfermizamente caóticos. Todo da vueltas en una espiral infinita y enmarañada, de la que sospechas que si se detuviera, todo empeoraría. Ves el mundo girar de manera incesante y con la debida paciencia surge la revelación de que no es el mundo quien realmente da vueltas, sino tú. Si no resistes (las primeras veces yo tampoco lo hacía) se produce el vómito, como si quisieras exorcizar el demonio venenoso que corre por tus venas y que te obliga a ser quien no eres, una versión violenta y desequilibrada de ti mismo.
Lo que más notas de tu nueva condición son los sentidos. Mejor dicho, la exageración de los sentidos, que se hallan potenciados de manera portentosa. Tus ojos se adaptan perfectamente a la visión nocturna, detectas movimientos que no sabías que existían. Tu olfato percibe hasta la más mínima molécula de olor. Tus oídos sienten más de lo que deberían y tu piel capta la más indetectable vibración que ronde en el aire. Todo se halla exaltado, el más ínfimo cambio en el ambiente te golpea violentamente.
Después de todo ese casi místico proceso, ya has entrado de lleno en tú otra forma. Puedes coordinar movimientos, puedes caminar, vuelve la facultad de ver en tres dimensiones, incluso puedes pararte sobre tus patas traseras y adoptar la forma bípeda. Pero tarde o temprano llega lo desagradable: el hambre. La sensación de vacío de tu estómago se hace, en cierto punto, insoportable. Hipnóticamente, decides ir en busca de comida y percibes que esa comida debe ser un humano. No sabes porqué, en realidad no hay razón lógica. Todo es endemoniadamente arbitrario. Lo peor es que algunos retazos de tu mente ? los que han quedado in normalis statu ? no quieren aceptar esa situación, se resisten. Sin embargo, el instinto animal es el que te domina en un noventa por ciento y te abandonas, en un hálito de aceptación que nunca terminará de serlo, al agresivo designio que te inflama. Sientes algo al ver a tus víctimas en el momento final, en el último segundo de la transición mortuoria; pero luego ese algo se borra, como si un destello amoral y oscuro se encargara de recordarte que ahora lo que vale es sobrevivir.

Con el tiempo, comienzas a aceptar a tu otra forma. En el fondo comprendes que es tu álter ego, tu otro yo. Debes aprender a convivir con él porque, de alguna manera, es tu otra mitad. Es la parte oscura que todos llevamos dentro y que reside en los pasillos recónditos de tu cerebro. Es la porción de tu ser que te completa, sin la cual serías un híbrido incorruptible: perderías, paradójicamente, tu naturaleza humana. El monstruo es la forma corrupta de tu ser, es la maldad del criminal, es el hacha insaciable del verdugo, es el espíritu ruin del buitre carroñero, es la impiedad del león, es la llaga infecciosa del cuerpo enfermo y el alma pecadora convencida por el diablo. Es todo eso, pero también es tú mismo.
Como una bestia anhelante y ansiosa que espera el error de su cuidador para liberarse de la opresión de la jaula, tu residente implacable aguarda ese día del mes en que el brillo lunar aparece, la noche en la cual el catalizador selenita obra su taumatúrgico azar para independizarlo de la mazmorra humana que lo envuelve; una suerte de mariposa infame que corrompe la tranquilidad de la crisálida.
Porque el monstruo sabe que allí puede ser libre, aunque sea sólo por una noche. Y porque sabe también que es allí cuando te domina, y obras a su antojo, como una marioneta de carne y hueso manejada por un siniestro titiritero.

[Darth Xer0]

Cuarto menguante

«Un río de sangre. Luego me arrojo a él sin pensarlo, en un arrebato de locura que es mi única realidad. El río me fagocita. Me ahogo, trago la sangre, la siento coagularse dentro de mí. El frío, la noche, el sol negro que se me burla, la luna con cicatrices cósmicas?»

Lo más perturbador de la transición son las alucinaciones. Están allí, aparecen como llamaradas infames que abrasan el cerebro sin piedad. Por alguna razón, no me resultan desconocidas, aunque nunca se repitan. Pareciera que las llevase en mi interior desde mi nacimiento. Son horribles y sofocan, te obligan a mutar. Te presionan con un magnetismo imposible hasta que decides seguirles el juego, porque te resulta doloroso oponerte.
Afortunadamente, la fase de luna llena ya ha pasado y hemos entrado en la etapa de cuarto menguante, donde la influencia disminuye hasta hacerse casi nula. La mejor fase es la de la luna nueva, la luna oscura. Luego el influjo va creciendo junto con el cuarto creciente, hasta el clímax recurrente de la luna llena, otra vez. Allí las alucinaciones te atacan con ráfagas cortas e intensas. Siempre tienen una coloración roja, con algunos toques de amarillo, anaranjado y negro; es como si los vieras a través de un filtro maligno, un velo sedoso y perverso que te envuelve y asfixia.

«Un viejo. Camina hacia mí, se detiene y comienza a pudrirse de manera descarada. Tengo una tentación. Comienzo a devorar los trozos putrefactos del anciano que grita ?¡Soy tu alma, soy tu alma!?. La carne sabe a barro y a pecado, pero igual la como porque soy un animal»

He visto a algunos policías rondar mi casa, observándola de manera sospechosa. No creo que sepan absolutamente nada de lo que soy en verdad. Igual, no me dejo ver mucho, porque no confío. Si algo aprendí del Otro, es que nunca se debe confiar en nadie, ni en nada: mucho menos en el Otro, que te engulliría se pudiese.
La etapa alucinatoria es dolorosa y horripilante. Pero lo que omití es que también, por alguna extraña razón, causa cierto placer. La odias, pero en un momento no puedes estar sin ella, porque te falta algo: la perversión que contienen. Es un narcótico ficticio que te produce espasmos de placer y de miedo al mismo tiempo, una polución deplorable sin la que estás vacío, porque sientes que es lo único especial que tienes. Por lo demás no eres nadie, solo un tipo que vive porque sí, por un capricho biológico insoportable.

«Un campo de fuego. Más allá, un volcán de almas que escupe a los pecadores y se traga a los inocentes para hacerlos sufrir en el estómago de la Tierra. Corro desesperadamente hacia el volcán. ?¡Trágame, trágame!? le ordeno. Pero cuando me arrojo a él, me escupe. Siento pesar y felicidad. Soy pecador y estoy salvado»

Cuando el monstruo te domina, eres un sonámbulo activo guiado por el instinto de supervivencia. La parte consciente que queda de ti ? la parte humana ? es ahora la prisionera, que debe someterse a la oscuridad y a la humillación de ser ignorada por el Otro. Cuando eres el monstruo eres lo peor de ti, porque eso es lo que hace: todo ese pus de maldad que se gesta en dosis mínimas y que nunca liberaste, que se acumula cronológicamente, el Otro se encarga de liberarlo por ti. Se alimenta de lo que tú reprimes para ejecutar sus actos. Así es como llegas al asesinato y a la soterrada antropofagia; porque a pesar de que por fuera eres un animal, por dentro sigues siendo, en última instancia, un ser humano. Y te odias a ti mismo cuando te has dado cuenta de lo que el Otro (o sea tú) ha hecho. Por eso construí el santuario, un lugar que me recuerda que nada de lo que el Otro hace está libre de mi responsabilidad. Un lugar que me recuerda lo asqueroso que puedo ser, sólo porque en mi sangre corre una maldición secular instigada por la grisácea y silenciosa Selene.

«Ante mí, una mesa con infinitos bordes. Sobre ella sólo hay vasos y botellas de vino. Comienzo a beber todo el contenido de los recipientes, extasiado por una fuerza invisible. La confusión me permite ver a una persona vestida de rojo, con alas en la espalda y cuernos en la cabeza. ?Es el vino más delicioso que haya probado? le digo. La figura, como si hablase con dos bocas, me responde: ?Sí. Es delicioso porque está hecho con las sangres de tus víctimas?»

El Otro, desgraciadamente, te hace sentir fuerte. En tu forma humana eres sólo eso: un humano. Pero cuando transmutas a tu forma animal percibes que eres omnipotente, una especie de dios maligno preparado para decidir (¿decidir? ¿Cómo puedo decidir siendo un animal?) sobre la vida y la muerte. Te hallas por sobre cualquier ser, eres es eslabón más alto en la cadena alimenticia que te deprava. Los demás son solamente el pasto de tu ira e irracionalidad. Nunca notas la debilidad; sólo el instinto, que te dicta: ?Adelante, hazlo?. Y tú vas y lo haces: matas. Matas sin remordimientos ni penas, porque no hay que apenarse por lo que uno come? Luego te sientes miserable porque tu parte humana, aunque débil y atrapada por las uñas de la impiedad, lo ha percibido. Y te grita y escupe, y blasfema contra ti, porque has atacado a uno de tu misma especie, cobijado bajo la piel imperfecta e inmunda de un animal salvaje. Regresas luego a tu forma humana y todo es infinitamente peor, porque ahora vez el resultado de tus acciones con el ojo vidrioso del alma que ha vuelto a ti. Decides por fin acabar con todo de una vez: con los conflictos, con el dolor, con el remordimiento, con las alucinaciones, con el monstruoso proceso de transformación, con la maldición infecciosa que posees. Nunca funciona. Estas a punto de hacerlo, te hallas a milímetros del punto de no retorno, pero el latido del Otro sigue allí. Y aunque sea muy débil el influjo lunar nunca se termina de ir, por lo que mantiene a la bestia con vida subconsciente. Aparecen las imágenes otra vez, el Otro nunca te deja en paz totalmente. Estallas de ira y tratas de llorar, pero tus sentimientos se han deshecho como agua en el agua.

«Una niña juega en la calle. Yo camino y paso azarosamente junto a ella. La miro y luego mis manos están alrededor de su cuello, masajeado con violencia sus músculos, provocando la asfixia. La niña respira normalmente y es un milagro: no puedo asesinar. Luego la niña ya no es la misma niña: ahora sus cabellos tienen kilómetros de largo, su rostro ha cambiado y se ha tornado andrógino. Abre su boca y en ella aparecen mil dientes espantosos, que se mueven como gusanos. Quiero soltarla pero no puedo, porque ella es la que me sostiene a mí. Me asusto, grito, muero y resucito. Soy Dios.»

[Darth Xer0]

Luna nueva

Me hallo con cierta paz. La luna nueva ha despertado de su ciclo de ocultación para mostrarse en el cielo y brindarme tranquilidad. Aún así, la paz es relativa, porque el influjo sigue actuando sobre mí. Alguna que otra alucinación ronda por mi mente hostigándome con sus suaves garras invisibles.

El santuario es el lugar donde reposa el pecado. Allí conservo a las víctimas que el Otro (pero ahora recuerdo que no hay Otro, que soy yo mismo en otra forma) se ha cobrado de manera despiadada. No es una gran cosa: en una de las habitaciones de mi casa he quitado el piso artificial y he cavado un pozo de poca profundidad. Cubrí de paños rojos toda la habitación; incluso las ventanas, por lo que cuando la luz impacta sobre ellas todo el lugar adquiere la coloración de la sangre, símbolo de los degradantes actos de bestialidad infame a los que se han visto sometidos los sacrificados. Alguna que otra vela adorna sombríamente el lugar con sus llamas ondulantes. En el pozo arrojo los cuerpos, que día a día se descomponen lentamente, como si se fueran haciendo etéreos, de la misma manera en que el alcohol se volatiza al contacto con el aire. Me obligo a verlos al menos una hora por día, para que me duela la conciencia y para no olvidar que, ante todo, soy un humano. Y que como tal puedo sentir remordimientos, por más que me cueste alcanzarlos. El Otro socava paulatinamente todo rastro de sentimentalidad en tu mente, lima tus sensaciones con la escofina de la ira y aún en tu forma humana notas que vas perdiendo eso que todos tienen; te das cuenta de que en un tiempo determinado llegará el punto final: el estadio en que tu alma se petrificará y tu cuerpo será nada más que un objeto muerto, animado sabe quien por qué factor oscuro.

«Un bosque oscuro y milenario. Estoy perdido en él desde que el tiempo es tiempo. Nunca he hallado la salida y me abnego a la solitaria vida que me ha deparado el destino. De pronto, veo luz. Corro hacia ella desesperadamente, pero la luz es ahora un punto distante y casi imperceptible. Igual, conservo mi frenética carrera, porque ese punto luminoso es la esperanza. Súbitamente, me hallo a poca distancia de él y lo que veo es mi salvación: el fin del bosque, que representa el fin de mi vida. Me atrevo a franquear la barrera de temor que divide la oscuridad de la luz. Pero no lo logro: es de noche, del cielo caen las estrellas y las estrellas se convierten en lobos. No esperan a devorarme.»

Nunca he conocido a otro individuo de mi especie. Me refiero, claro, a mi otra especie, a la oculta. Nunca dejo de pensar en que tal vez si hallara una compañera mi vida sería mucho más llevadera: repartir el sufrimiento tal vez alivie el alma. Pero no: mi existencia es necesariamente solitaria. La sola idea de poder tener una hembra es arriesgada. Si fuera puramente humana corre el riesgo seguro de que en una de mis transmutaciones se convierta en el depravado sustento de la bestia. Si fuera de mi misma condición el riesgo sería doble: quien sabe que reacción pudiéramos tener hallándonos los dos en la otra forma. Aún siendo pacíficos entre nosotros, las consecuencias sería nefastas para los demás: ya bastante daño he hecho yo solo. Me basta con tener que odiarme día y noche, sin descanso.

Mi cuerpo está cansado. Nunca terminas de reponerte de la transmutación (aún no sé como me he atrevido a llevar este registro escrito ¿Me ha impulsado hartazgo, tal vez?), y cuando crees que todo ya ha pasado, cuando crees que todo es un error de tu mente que se ha visto confundida creando ilusiones monstruosas, se completa nuevamente el fatídico ciclo lunar; y comprendes que todo es real, desgraciadamente. Las sensaciones físicas que te quedan luego de la transformación son una suerte de gripe falaz que te carcome. La fiebre puede durarte días y si se yuxtaponen dos cambios las consecuencias son nefastas. Sudas interminablemente hasta rozar la deshidratación, bebes agua en cantidades diluvianas y aún así el ansia no se acaba. Comes poco, porque ya te has hecho con un manjar aborrecible que no quieres recordar. Y sufres un delirium tremens que te hace andar desnudo por la casa, hablándole a las paredes de lo mal que te has comportado con tus prójimos, discutiendo con los muebles sobre temas que no entiendes. Me he llegado incluso a sorprender de lo estúpidamente inteligente, razonador y filosófico que puedes ponerte en esa etapa post-transformatio. Luego descubres que esa inteligencia ficticia en nada te ayuda, que es una estrategia distractora del Otro, empeñado en abstraerte con confusos espejos mentales para que no lo recuerdes, para poder seguir subsistiendo y dominándote.

«Abro los ojos. Me hallo en una habitación totalmente carmesí y tengo la sensación de que las paredes están hechas de carne. Hay rondando en el aire un perfume de muerte; un vaho espeso, bello y asquerosamente atractivo. Miro al suelo y veo un pozo que acaso no tiene fondo. De él comienzan a salir manos, cientos de manos mortecinas que lastiman la tierra. Las manos luego son brazos, troncos y por fin cuerpos. No tienen caras, sólo la lívida piel del inframundo: aún así los reconozco, porque alguna vez los he matado. Me rodean, me atrapan, siento que me besan con sus bocas que no existen y comprendo que los besos son mordiscos mortales.»

Paso mis días encerrado en lo oscuro de mi casa. Trato de que no penetre demasiada luz, porque he desarrollado una especie de fotosensibilidad aberrante. Temo cada vez más que el Otro por fin gane, que llegue el instante en que se apodere completamente de mi forma humana. Convivimos con cierta tranquilidad, pero Él se vuelve cada vez más hostil. Yo lo he aceptado, Él no. Es necesariamente ambicioso, no desea compartir. Lo que no entiende es que no hay absolutamente nada para compartir, excepto mi cuerpo mortal.
Hay veces en las cuales deseo que se vaya, que me abandone, que deje de parasitarme impunemente como una hiedra venenosa que pro domo sua absorbe mi esencia. Luego comprendo que eso es imposible porque el Otro reside en lo profundo de tu ser. Se halla tan adherido a ti, que tal vez si lo despegases de tus órganos morirías a causa de que su fuerza te haga falta. Temes que tus músculos queden flácidos e inútiles, como trozos de carne muerta; incapaces de responder a tus peticiones. Llega un momento en que dices: ?Bueno, tómame de una vez. No esperes más. ¡Domíname!? y te abandonas a la espera de que el Otro lo haga. Pero no lo hace. Nunca lo hace. El Otro aguarda no sé que situación, pero te va dominando de a poco, centímetro a centímetro. No lo hace arrebatadamente, sino que necesita ir degustando cada parte de tu cuerpo, acostumbrándose a ella.

«Oscuridad. Pese a ello, veo perfectamente. Delante de mí hay una procesión infinita de personas que camina desganadamente hacia un destino desconocido. Soy parte de la caravana de almas, miro a mis costados: cuatro personas (dos a cada flanco) me rodean. No hacen sino caminar y mirar al frente, con los ojos muertos clavados en un punto común que acaso no existe. Los rostro son todos iguales, son clones imposibles unos de otros. Me resultan conocidos, familiares. Grito a toda voz: ?¡Quienes son ustedes!? La respuesta se hace esperar, pero luego miles de voces cavernosas y ásperas, como rellenas de roca granulada dicen: ?Ego sum qui sum?. Lo comprendo todo: esas personas soy yo mismo»

[Darth Xer0]

Cuarto creciente

Ha regresado la fase maldita, el estadio inminente a la luna llena. El influjo tiende a hacerse más fuerte e intenso, hasta que toque el cenit demiúrgico que creará a la bestia oculta que me hostiga. Las alucinaciones son, aunque breves pantallazos, cada vez más recurrentes. Fogonazos instantáneos que liberan los sucesos inconscientes del Otro, como si una cámara fotográfica se empeñara en mostrarme el oscuro mundo interior del que estoy hecho, el pútrido material que da forma a mis pensamientos y a los pensamientos del Otro.
Otra vez he visto a los policías investigando los alrededores de mi casa. Son sólo dos. Uno rubio y alto; el otro bajo y morocho, una pareja despareja al servicio de la comunidad. Esta vez han llegado más lejos y han atravesado el ínfimo umbral que separa el aquí del allá. No se han atrevido todavía a querer entrar a mi casa, se han limitado a observar el perímetro inmediato de la misma. ¿Los habrá atraído el olor? No sé que es lo que voy a hacer si desean interrogarme, no me he desarrollado ninguna excusa para deshacerme de ellos.
«Si, soy yo. ¿Qué desean? Ah? el olor? no hay de que preocuparse, no es nada? sólo un conjunto de cadáveres humanos putrefactos a los que he dado muerte mientras me hallaba en la otra forma ? no, no, no oficial. No he sido yo quien los mató, sino el Otro ? ¿Qué quién es el Otro? Pues mi álter ego maligno, el lupus magnus ? álter ego es una locución latina que literalmente significa ?el otro yo? ? el Otro sale al menos una vez por mes cuando la luna se halla en su fase de brillo intenso ? Ya le digo oficial que vivo solo? no, no hay nadie más en la casa ? ¡que ha sido el Otro! ? yo transmuto, me transformo en algo que no quiero ser, pero que soy ? el Otro me domina, me hostiga y me hace matar sin piedad. Luego, cuando vuelvo a mi forma humana ? sí, la que ahora está viendo usted ? veo lo que el Otro (e indirectamente yo mismo) hemos hecho ? ¿Para qué quiere pasar a mi casa? ? No creo que sea pertinente sin una orden judicial ? ¿Cómo que puede entrar sin una orden? ? Conozco mis derechos, oficial ? ¡Diablos! ¿Quieren pasar? Muy bien, pasen? pasen y vean lo que soy capaz de hacer cuando el Otro me corrompe con sus pulsiones irracionales y violentas ? por aquí ? Allí lo tienen ustedes ? ¿Qué que es esto? El santuario, un lugar en donde acumulo la evidencia de soy un alma condenada al fuego eterno del infierno ? ah, ahora usted vomita ¿no? ? ¿Sabe lo que he pasado yo? ? No claro que no lo sabe, porque usted no está maldito? usted tiene seguramente su vida, su familia, su trabajo? como todas la personas ? por favor, no vomite en mi piso ? usted tiene lo que todo ciudadano normal debería tener? pero yo no soy así. Yo soy diferente, somos diferentes? Somos dos almas dentro de un cuerpo común, un ambiente compartido por dos fuerzas diametralmente opuestas? no puede esperar usted que nos llevemos del todo bien, porque el Otro lo quiere todo para sí ? Oiga? oiga que hace ? cómo que me va a arrestar ? pero si yo no he hecho nada ? ¡ha sido el Otro, oficial! ? tiene que creerme, por amor de Dios? ¡No! ¡No dejaré que me encierren! ¡Ya he estado encerrado mucho tiempo! ¡Es hora de liberarme! ?»

Cada día que pasa me hace estar más cerca del Otro, de la manumisión corporal que me hará transmutar en el animal que todavía me niego a ser. Pero es inevitable, porque es mi destino. No hay modo de evadirse de las garras funestas del lupus magnus que me corroe orgánica y físicamente. Ya no hay salvación para mí, excepto la que brinda la hipotética ? e imposible ? posibilidad del suicidio.
Hay veces en las que ya no sé desde cuando llevo conmigo la maldición. Creo que es desde toda mi vida, acaso porque la fuerza maligna que me invade me hace olvidar algunas cosas y recordar otras. No sé como llegó a mí, como me infecté con su carga patógena de vileza. Lo único que sé es que se halla dentro de mí y no me suelta, que se aferra a mi ser con la testaruda vehemencia de un parásito que absorbe el alma de su huésped. Eso debe ser: se alimenta de mi alma, la bebe lentamente de la fuente contenedora que es mi consciencia humana. Quiere quitarme todo halo de racionalidad y humanidad que me quede, quiere succionar el linfático néctar que me mueve a la acción para ocupar con sus perversas garras el sitio que ahora domino. Quiere ser todo Él, sin absolutamente nada de mí. Yo sólo soy un módulo viviente que le sirve para desplazarse y para hospedarse, soy una suerte de vivienda ambulante compuesta por tejidos orgánicos de los que Él se provee para logar subsistir. Él no puede existir fuera de un huésped, sólo allí cobra vida, solo en el tibio regazo subconsciente de la víctima puede llevar a cabo sus planes de dominación.

«Una gran fuente de agua se halla ante mí. La observo con paciencia y fascinación pueril. De pronto, del agua brota una mujer hermosa, acaso una ninfa virginal que sale de su cueva líquida para explorar el exterior. Con sus ojos causa una infinita hipnotización en mis sentidos y me le acerco extasiado. Estoy a centímetros ? aunque quizá sean metros ? de la muchacha. No dice una sola palabra y se convierte en agua, se funde en la masa viscosa que le dio origen. Ahora, decenas de prolongaciones tentaculares nacen del líquido mineral e intento correr pero el piso se mueve bajo mis pies, impidiendo el escape. Los tentáculos me atrapan y me hunden en el agua; el ahogo es insoportable, pero sin embargo no muero. Una sombra se dibuja en la turbia escena en la que estoy sumergido: es la ninfa, pero ya no es como antes. Ahora es vieja y decrépita, una harpía oscura que recolecta almas y que usa otra piel como cebo.»

De nuevo, los oficiales visitan mi hogar. No sé cuando se decidirán a golpear la puerta para que yo los atienda. No lo sé, creo que ese puede ser un modo de liberación. Tal vez si le cuanto a alguien, si vomito catárticamente la verdad que llevo en mi interior pueda aliviarme y pueda desprenderme del lastre pecaminoso que son mi memoria y mi consciencia. Ellos no lo entenderán, por supuesto. Su capacidad de comprensión se halla muy por debajo de lo que mi condición representa. Me encerrarán, me dirán que diga la verdad (la verdad ?racional? que ellos esperan oír, justificando los cadáveres del santuario). Pero pensándolo bien, el Otro suprimirá cualquier rastro de voluntad en mí cuando llegue ese momento. Me hará callar aunque yo desee hablar, porque su existencia es necesariamente arcana. Necesita de mi cuerpo para sobrevivir, para disfrazarse de humano y vivir a su voluntad. Sólo en los días nefastos puede salir, ser realmente Él en tosa su esencia y forma. Pero no es capaz de vivir permanentemente en ese estado, porque cuando el influjo pasa debe regresar a su madriguera de carne.
El policía rubio se ha acercado una de las ventanas. Lo he podido ver más detalladamente: tiene ojos azules, un modesto bigote sobre su labio superior, la nariz algo prominente y afilada, y los pómulos como dos pequeñas bolas de barro moldeadas y estampadas en su rostro. Mide alrededor de 1.80 metros y se ve fuerte y atlético. Nada que el Otro no pueda superar. Su compañero se ve algo más endeble, es bajo (de 1.60 metros, más o menos), delgado y frágil como si alguien se hubiese encargado de succionar su fuerza.
Está anocheciendo, y mis amigos de azul siguen inspeccionando mi casa. No he encendido una sola luz, con la intención de no atraerlos. Ya que no van a creer lo que les diga, es mejor que no entable relaciones con ellos. No sé que es lo que en realidad buscan. Posiblemente algún vecino les haya informado que de esta casa emana un olor muy pronunciado, asqueroso y repulsivo, un olor pútrido que enferma los sentidos. Yo ya me he acostumbrado, apenas siento un leve hedor. Pero la sensación de repugnancia nunca se va. Yo percibo que ello es la muerte en su máxima manifestación, pero el Otro lo siente como el fragoroso aroma de la supervivencia, de la victoria, del poder.

«Un péndulo colgado de una pared se mueve de izquierda a derecha, de derecha a izquierda, repitiendo su ciclo oscilatorio una y otra, y otra vez. Noto algo peculiar en el artefacto: el objeto que brinda lastre al hilo se halla por encima del hilo, desafiando todo principio físico. Es un péndulo invertido pero que, sin embargo, funciona. Se halla allí, realizando su traslación imposible. El objeto no se mueve por acción del lastre, sino por alguna maquinal fuerza secreta que no se me revela. De repente, la pared comienza a exudar un líquido rojizo que dibuja formas en ella. Las líneas se mueven de aquí para allá, en perfectas armonías simétricas, conformando un cuadro abstracto e irrepresentable que enuncia las siguientes palabras: Peccatum fortia invincibilis est. »

Alguien ha golpeado mi puerta. Se han decidido y ahora soy yo el que no sabe que hacer: si los atiendo deberé dar explicaciones, querrán entrar y revisar todo el lugar. Si no los recibo pues pueden entrar por la fuerza y será lo mismo. De una u otra forma salgo (¿o salimos?) perjudicado. Que paradoja: ahora es el Otro el único que me puede sacar de esta situación. Oigo el latido brusco de la puerta nuevamente. Comenzarán a impacientarse. Debo estar tranquilo y calmo: después de todo ya es de noche, la fase de cuarto creciente ha terminado y la luna llena estará fulgorosamente decidida a salir.

[Pumpkin]

[Darth Xer0]

[Sepulturero]

[Darth Xer0]